lunes, 29 de julio de 2024

DesPeinado

Milio Mariño

Sólo con cerrar los ojos y pensar un poco advertimos que, en esta vida, todo lo que es bonito exige que nos despeinemos. Correr por la playa, subir a una montaña, hacer el amor, montar en bicicleta… Todo lo bueno despeina. Y también hacer justicia porque, aunque la gente crea que se hace justicia con la gorra, es un trabajo que nadie puede hacer sin despeinarse. 

Dicho esto, si les digo que lo escribí pensando en el juez Peinado tal vez lo tomen a broma o piensen que recurro al chiste fácil para hacerme el gracioso. En absoluto, les aseguro que diría lo mismo si el juez se apellidara Palomo. La intención era situar al personaje en su contexto, analizar las dificultades a las que se enfrenta y opinar, si acaso, sobre la decisión de tomar declaración a Pedro Sánchez y grabarla en vídeo. Algo que parece una extravagancia, otra más, en una instrucción llena de decisiones inexplicables.

La insistencia del juez por encontrar alguna irregularidad en las actividades de la esposa del Presidente, Begoña Gómez, nos lleva a pensar que estamos ante un juez  justiciero, pues se asemeja al superhéroe que, como Superman o Batman, encarna un imaginario ideal de Justicia muy particular, cosa que suele ser definitoria de los superhéroes ya que normalmente actúan por su cuenta y no son muy escrupulosos a la hora de respetar las normas.

Salvando las distancias, y algunos siglos, casi se podría decir que el juez Peinado se da un aire a Don Quijote, que también era justiciero. Y, en cierta manera, un superhéroe pues sus ideales lo hacían ir contra supuestos villanos y su ímpetu lo empujaba a precipitarse hasta el punto de que acababa haciendo el ridículo por adaptar el mundo a su imaginación y tomar los molinos como gigantes, las ventas como castillos y las ovejas como enemigos.

Para mí, esa es la clave. No creo que el juez Peinado sea un prevaricador ni que haga lo que hace con intención de perjudicar a Pedro Sánchez. Actúa con una seriedad encomiable y si va imputando a todos los que encuentra a su paso es porque se trata de un idealista que sale al mundo, lanza en ristre, con la noble misión de poner orden y devolver el gobierno a quien cree que le corresponde, por el bien de su patria.

El ardor con que está ejecutando esta misión hace que mucha gente empiece a preguntarse si nadie va parar a este hombre. No parece probable. Cuando un juez se suelta el pelo es difícil que alguien lo convenza para que lo recoja en un moño. Quienes portan toga y sacuden el mallete suelen admitir pocos consejos. En teoría, un juez es buen juez no porque cumpla a rajatabla determinados requisitos, sino porque es buena persona además de imparcial e independiente en el ejercicio de sus funciones.

La impresión, a tenor de los últimos acontecimientos, es que el juez Peinado se ha despeinado, cual moderno caballero andante, y se propone seguir adelante aunque digan que ha perdido el juicio. De momento, está dando palos de ciego, pero no se descarta que todo pueda acabar como acabó aquel pleito, presidido por un juez tuerto, en el que un abogado decía que le daba la razón el derecho. Cierto, dijo el alguacil, la razón se la da el derecho; mas de nada sirve si al tuerto no le acomoda.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión


lunes, 22 de julio de 2024

Patriotismo del bueno

Milio Mariño

Ha sido un regalo estupendo que la Selección Española de Fútbol se proclamara campeona de Europa y nos diera ese chute de adrenalina que tanto necesitábamos. Estábamos tristes y encabronados. Veníamos de broncas, descalificaciones y malos augurios que solo vaticinaban desgracias. Pedro Sánchez era un peligro, España se iba a romper en pedazos, la economía acabaría en desastre y se recurría a la nostalgia para reivindicar tiempos pasados como la solución más razonable. No sé atrevían a decirlo, pero apelaban a lo que había dejado escrito Schopenhauer, padre del pesimismo moderno. “El error innato del hombre es pensar que ha nacido para ser feliz”.

Así estábamos. Por eso nos ha venido bien esta revalorización del optimismo que nos trajo el futbol. Ha servido para que nos sintamos patriotas, que es un sentimiento sano y muy positivo. No tiene nada que ver con el sentimiento nacionalista aunque algunos, interesadamente, se empeñen en convencernos de que son lo mismo.

El patriota expresa y celebra la amistad con sus conciudadanos, sean como sean y piensen como piensen. El nacionalista no.  Los nacionalistas lo supeditan todo a un supuesto interés nacional, incluso cuando éste represente los intereses de una minoría poco o nada preocupada por el bien común. Consideran que España es de su propiedad: un pueblo único, culturalmente homogéneo y puro desde el punto de vista étnico. Si no comulgas con esa idea, te desprecian.

El patriotismo, en cambio, no es excluyente, es integrador. Aporta un sentimiento de unión emocional que prescinde de motivaciones ideológicas y se alegra del éxito, gobierne quien gobierne.

Apuesto que surgirán reproches en el sentido de que es una pena que necesitemos del futbol para hacer de España un solo equipo. Recurrirán a ese argumento quienes se empeñan en convencernos de que somos peores de lo que somos, simplemente, porque no gobiernan los suyos.

Hay mil asuntos que mejorar, es cierto, pero tampoco estamos tan mal como pretenden hacernos creer. Somos muy buenos jugando al fútbol, es evidente, pero también en otras muchas cosas. En tolerancia, potencial turístico, buena gastronomía y envidiables infraestructuras. Somos un ejemplo en materia de donación de sangre, órganos y trasplantes; una potencia en investigación oncológica y sanitaria y en biología molecular. Somos el territorio con más reservas de la biosfera del mundo y el segundo país con más Patrimonio de la Humanidad, sólo por detrás de Italia.

La valoración siempre es subjetiva. En cualquier caso, solemos ser pesimistas en lo colectivo y optimistas en lo particular. Por más que la España de hoy sea muy diferente a la de hace unas décadas, seguimos valorándonos peor de lo que nos valoran fuera. Dos informes, uno del Reputation Institute holandés y otro del Real Instituto Elcano, que analizan el desarrollo económico, la calidad de los servicios públicos, la seguridad personal, el estilo de vida y otras variables sociales, nos otorgan una calificación de 74,6 puntos sobre cien. El país mejor calificado es Suecia y obtuvo 82 puntos.

Tenemos motivos para estar contentos. De ahí que muchos, la inmensa mayoría, lo estemos. Que intenten aguarnos la fiesta resaltando como noticia que un jugador le afeó el saludo al Presidente del Gobierno, retrata a los que insisten en fomentar el odio. Si el fútbol ha conseguido que nos juntemos todos, sin atender a las indicaciones de con quién tenemos que juntarnos, habrá que apuntarle otro éxito. Y no menor.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España


lunes, 15 de julio de 2024

Elegir entre lo malo y lo peor

Milio Mariño

Estuve echando cuentas y, al final, llegué a la conclusión de que no recuerdo cuándo fue la última vez que me pidieron que votara a favor. Debió ser hace décadas porque, últimamente, apelan a mi responsabilidad y piden que vote en contra para evitar lo peor. Es como una moda que se ha generalizado y afecta a todas las democracias. Solo hay que fijarse en lo que acaba de suceder en Francia, donde, en la segunda vuelta de las elecciones, pidieron que se votara a los partidos de izquierdas, aunque no se compartiera su ideología ni fuera la opción preferida. El objetivo era impedir que gobernara la ultraderecha.

La democracia se ha vuelto irreconocible. Todavía sigue vigente que el pueblo es soberano y puede votar a quien quiera, pero la realidad demuestra que esa soberanía está condicionada y depende de lo que aconsejen las circunstancias. En cualquier caso, se acabaron las ilusiones. Nuestro tiempo está hecho de males y malestares que nos llevan a votar por quienes prometen que nos harán el menor daño posible. Asumimos que ningún partido político nos va a beneficiar, así que nuestras posibilidades de elección se reducen a elegir entre lo malo y lo peor.

La culpa es nuestra. Nos hemos vuelto muy cómodos, nos esforzamos poco y conseguir lo bueno lo hemos dejado por imposible. A lo tonto, como el que no quiere la cosa, nos han ido convenciendo de que el daño es inevitable y nuestra opción se reduce a elegir entre dos males. Al final, acabamos votando lo malo, por miedo a que triunfe lo peor, y nos sentimos orgullosos de ser menos idiotas que otros.

Estamos en una especie de fase posdemocrática que nos coloca ante el dilema de elegir entre dos males. Cosa que, por voluntad propia, nunca haríamos. Pero lo hacemos y no les digo nada la que puede liarse en Estados Unidos cuando, el próximo mes de noviembre, tengan que elegir entre un candidato con síntomas de demencia y otro que está loco perdido. Biden insiste en que solo se retirará si el Señor Todopoderoso baja y le dice: “Joe, sal de la carrera”. Y Trump acaba de publicar, en tik-tok, unas imágenes suyas bailando para demostrar que, a sus 78 años, está como un cañón.

El panorama es desolador. Tipos como Trump y Milei comparten muchas similitudes y presumen de no ser normales. Normales en el sentido de portarse de forma civilizada y no decir barbaridades. Lo curioso es que, precisamente, esa “anormalidad”, las locuras que dicen y prometen, es lo que les da votos y acaba llevándolos al poder.

La democracia, no lo olvidemos, es una ficción en la que se supone que los jueces son siempre independientes, la prensa es libre y no se casa con nadie y los votantes son soberanos. Pueden decidir, si quieren, votar por un demente o un loco. Están en su derecho y no cabe ningún reproche porque esas son las reglas del juego que hemos aceptado.

Elegir el mal menor no resuelve el problema. Es una chapuza que puede servir para tranquilizarnos, pero no cambia las cosas. Decía Mark Twain, con su sentido del humor y su gusto por las paradojas, que si los votos cambiaran algo, no nos dejarían votar. Posiblemente lleve razón. El principal destinatario de nuestro voto no es lo que votamos, es nuestra conciencia.

 

 Milio Mariño / Diario La Nueva España / Artículo de Opinión


lunes, 8 de julio de 2024

Hacer el indio

Milio Mariño

Aunque, en principio, el significado era otro y ahora apenas se usa, hacer el indio  sigue identificándose con hacer el ridículo. Qué es lo que viene haciendo Felipe González de un tiempo a esta parte. No se trata de una opinión personal, lo dijo él mismo en una entrevista que concedió, hace poco, al diario ABC.  Le preguntaron por su partido y por Pedro Sánchez y dijo: “Yo hago como los apaches, pongo la oreja en el suelo y sé si los caballos vienen herrados o sin herrar”.

No lo esperaba. Creía que era de los nuestros, es decir de los buenos, que siempre fueron los vaqueros. Pero si dice que es apache, él sabrá.

Debió ser un arrebato de sinceridad. Lo mismo, antes de que le dijeran que estaba haciendo el indio, confesó que lo era y se ahorró las explicaciones. Todo el mundo se hacía cruces pensando qué podía haber pasado para que estuviera a partir un piñón con los medios que hasta hace poco decían de él barbaridades. Nadie sabía a qué venía que apareciera en El Hormiguero coincidiendo con el arranque de la campaña de las europeas ni que se prestara a ser homenajeado por Moreno Bonilla y el PP andaluz. Había algo que no cuadraba. Un ex presidente de gobierno se entiende que recoja premios, participe en foros de debate y prologue o escriba libros, pero pasar de la chaqueta de pana al frac de seda supone un cambio tan brutal que merece la explicación de un siquiatra.

Los malpensados seguramente dirán que Felipe González está haciendo lo que hace por rencor, envidia, inquina, un poco de senilidad y una egolatría mal resuelta, pero confesar que se ha vuelto apache despeja malentendidos y falsas interpretaciones. Hace el indio porque lo lleva en la sangre. Le pasa como a otro colega suyo que también hace lo mismo y es de distinta tribu. José María Aznar no es apache, pero se porta cómo si fuera un indio navajo.

La confesión de Felipe González vino a coincidir con el debate entre Biden y Trump en la televisión americana. Otros dos que también hacen el indio y son de distinta tribu. También son octogenarios y dicen bobadas impropias de alguien que fue presidente del gobierno.

Por mi condición de agnóstico, me cuesta asumir que la iglesia católica vaya por delante en algunas cosas, pero tengo que darle la razón en eso de que los cardenales no puedan votar en un cónclave si han cumplido 80 años. El espíritu de esta norma se ha discutido muchas veces y ha provocado algunas revueltas en la curia romana, pero ahí se mantiene. Los cardenales octogenarios pueden ser elegidos, pero no pueden ser electores.

No es un principio exacto que a partir de cierta edad se pierda capacidad, a la hora de mantener el tipo y resistirse a determinadas influencias, pero con los años se producen cambios importantes a nivel psíquico. Hacer el indio y justificarlo, diciendo que eres apache, no significa que sigas siendo piel roja. Hay indios renegados que ayudaron a los rostros pálidos y causaron mucho daño a los suyos.

Una retirada a tiempo puede ser una victoria. Sería lo aconsejable, pero Felipe González ha desenterrado el hacha de guerra y ataca a los de su partido porque quiere seguir siendo el jefe de la tribu cuando ya no tiene edad para ello.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España 


lunes, 1 de julio de 2024

Justicia poética

Milio Mariño

El reciente acuerdo, para la renovación del Consejo del Poder Judicial, apenas arreglará nada porque la justicia, en este país, tiene difícil arreglo por no decir imposible. Seguirá en manos de los de siempre, así que mejor nos encomendamos a la justicia poética. Es decir, aquella en que los malvados acaban recibiendo el merecido castigo por una casualidad del destino o un hecho fortuito.

En la Justicia Poética quien la hace la paga sin necesidad de ir a juicio. Los jueces no son necesarios, de modo que acabaríamos con la tontería de que se crean intocables. No hay ninguna ley que impida hablar de ellos ni que les otorgue una condición especial, casi divina, como pretenden hacernos creer. Sus acciones son criticables por más que se sientan ofendidos cuando reciben críticas adversas. Solo faltaba que, además de tener un poder inmenso, tuvieran el privilegio de impedir que opináramos sobre lo que hacen. Especialmente sobre cuestiones que no les competen como creerse garantes de la unidad de España o representantes de una voluntad popular que, entienden, les encomienda hacer lo posible para que no prosperen determinadas leyes.

Mejor sería que los jueces se limitaran, solo, a lo suyo, que es interpretar y aplicar la ley conforme a su literalidad y su espíritu. Para legislar ya están los políticos, que podrán hacerlo mejor o peor, pero la Constitución no establece que los tribunales puedan enmendarles la plana. Si lo que anhelan es legislar deberían presentarse a las elecciones. No puede ser que hayamos pasado del ruido de sables al ruido de togas cuando una ley no les gusta.  

Que se haya llegado a un acuerdo para que alguien que llevaba cinco años ocupando un puesto que le correspondía a otro deje de ocuparlo, dice muy poco en favor de que pudieran estar legitimados para impartir justicia y garantizar el cumplimiento del ordenamiento jurídico. Pero ahí estuvieron no sabemos si solo por el sueldo o por el sueldo y la propina de seguir en el machito. Eran perfectamente conscientes de que estaban siendo utilizados como un contrapoder, pero se prestaban a ello pese al descredito que suponía para la justicia.

A esta clara situación anómala, hay que añadir la sospecha, fundada, de que algunos jueces están llevando a cabo una guerra jurídica contra determinados políticos. Ni siquiera disimulan. Con una mano van desactivando delitos graves que conciernen a los de su cuerda y con la otra activan demandas infundadas que saben que no llegarán a ningún sitio, pero son utilizadas para hacer ruido y crear dudas sobre la honorabilidad de los encausados, alargando el tiempo de tramitación hasta que no pueden estirarlo más y tienen que archivar la causa.

El favoritismo judicial es cada vez más evidente como también lo es el supuesto carácter angélico de los jueces, que se ha desvanecido de forma estrepitosa a ojos de la sociedad. Se lo han ganado a pulso. Hace tiempo que algunos perdieron la vergüenza de tomar decisiones en favor de una ya indisimulada ideología. Hay una casta judicial, corporativista y torcida hacia la derecha, que tiene muy asumida la idea de que están aquí para salvarnos.

El PP y el PSOE, celebran el acuerdo como un triunfo, pero no es garantía ni esperanza de que vaya a cambiar nada. Así que ya entenderán por qué me apunto a la justicia poética.  La otra la doy por perdida.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España