Milio Mariño
Vuelvo a mi artículo semanal después de un par de semanas en las que anduve por ahí tratando de divertirme. Desechen, si es que lo piensan, que uno se plantea objetivos insensatos en estos tiempos que corren. Divertirse es verterse en otra cosa diferente a la que habitualmente hacemos. Es como un refresco terapéutico que no implica nada frívolo, sino el propósito de salirnos de nuestro yo cotidiano.
Con ese propósito viajé al sur buscando la primavera y me encontré con el verano. Ahí es nada: treinta grados en Granada, mientras visitaba La Alhambra y el barrio de Sacromonte, con Sierra Nevada, a dos pasos, llena de gente esquiando.
Parecía, ciertamente, otra realidad. Una realidad distinta que vivía en el lado opuesto de la obscuridad y la tristeza. Me lo confirmó un gitano, con el que estuve charlando sobre las paredes encaladas de un blanco que cegaba los ojos. Esto no es nada, dijo el gitano. Haga el favor de mirar cómo deben mirarse las cosas. Imagínese cuando no había gafas de sol. Cuando cualquiera, usted mismo, podía mirar todo esto sin ese reparo absurdo de que los colores auténticos hacen daño y hay que protegerse de ellos. Usted acaba de descubrir un blanco que casi lo marea de puro. Le acaba de suceder como si bebiera un vaso de vino o una copa de aguardiente en ayunas. Y habrá oído, supongo, eso que dicen de nosotros… Eso de: Es más raro que un gitano con gafas… Ya ve que no las llevo, no me hacen falta. Veo esto mismo todos los días y no me hace daño. No necesito obscurecerlo. Y aquí me tiene… Mi casa es pobre pero todos los años la encalo para que no le entre la mugre y luzca como me gusta. Aquí sigo… ¿Sabe por qué?… Porque aquí todavía soy alguien. Fuera, lejos del barrio, tengo dificultades para relacionarme con quienes parecen tener otra mirada. Entiéndame bien: no me refiero a quienes puedan mirarme con indiferencia, reparo o desprecio, sino a quienes no están en las mismas cosas que yo.
Tenía razón, el gitano. Allí arriba, en aquella colina frente a La Alhambra, la velocidad de la vida era diferente y también la forma de pensar. Desde allí uno veía la realidad, tal vez, como debería de ser y no como es.
Fue una suerte haber disfrutado de la sabiduría de aquel gitano, al que imagino sentado a la puerta de su casa esperando, todos los días, que llegue algún forastero para decirle que la realidad no se mira con gafas. Nada de mesarse los cabellos ni llorar a grito pelado por el cruel destino. Es posible que hasta procure sentarse torcido, para que le duela la espalda y, en cuanto se levante, tener así de qué quejarse.
Antes de irme, se me ocurrió hablarle no ya de mis gafas de sol, que me las quité por respeto, a pesar de que soy miope y no las uso, solo, para proteger mis ojos del exceso de luz, sino de las Google Glass. Esas gafas que llevan un dispositivo especial que permite ver la realidad aumentada. Al final, no lo hice porque me pareció absurdo. La realidad es algo utópico, es el soporte de las fantasías. Es un concepto, iluso, que no depende de las gafas ni de los ojos, sino de lo que piensa uno mismo.
Vuelvo a mi artículo semanal después de un par de semanas en las que anduve por ahí tratando de divertirme. Desechen, si es que lo piensan, que uno se plantea objetivos insensatos en estos tiempos que corren. Divertirse es verterse en otra cosa diferente a la que habitualmente hacemos. Es como un refresco terapéutico que no implica nada frívolo, sino el propósito de salirnos de nuestro yo cotidiano.
Con ese propósito viajé al sur buscando la primavera y me encontré con el verano. Ahí es nada: treinta grados en Granada, mientras visitaba La Alhambra y el barrio de Sacromonte, con Sierra Nevada, a dos pasos, llena de gente esquiando.
Parecía, ciertamente, otra realidad. Una realidad distinta que vivía en el lado opuesto de la obscuridad y la tristeza. Me lo confirmó un gitano, con el que estuve charlando sobre las paredes encaladas de un blanco que cegaba los ojos. Esto no es nada, dijo el gitano. Haga el favor de mirar cómo deben mirarse las cosas. Imagínese cuando no había gafas de sol. Cuando cualquiera, usted mismo, podía mirar todo esto sin ese reparo absurdo de que los colores auténticos hacen daño y hay que protegerse de ellos. Usted acaba de descubrir un blanco que casi lo marea de puro. Le acaba de suceder como si bebiera un vaso de vino o una copa de aguardiente en ayunas. Y habrá oído, supongo, eso que dicen de nosotros… Eso de: Es más raro que un gitano con gafas… Ya ve que no las llevo, no me hacen falta. Veo esto mismo todos los días y no me hace daño. No necesito obscurecerlo. Y aquí me tiene… Mi casa es pobre pero todos los años la encalo para que no le entre la mugre y luzca como me gusta. Aquí sigo… ¿Sabe por qué?… Porque aquí todavía soy alguien. Fuera, lejos del barrio, tengo dificultades para relacionarme con quienes parecen tener otra mirada. Entiéndame bien: no me refiero a quienes puedan mirarme con indiferencia, reparo o desprecio, sino a quienes no están en las mismas cosas que yo.
Tenía razón, el gitano. Allí arriba, en aquella colina frente a La Alhambra, la velocidad de la vida era diferente y también la forma de pensar. Desde allí uno veía la realidad, tal vez, como debería de ser y no como es.
Fue una suerte haber disfrutado de la sabiduría de aquel gitano, al que imagino sentado a la puerta de su casa esperando, todos los días, que llegue algún forastero para decirle que la realidad no se mira con gafas. Nada de mesarse los cabellos ni llorar a grito pelado por el cruel destino. Es posible que hasta procure sentarse torcido, para que le duela la espalda y, en cuanto se levante, tener así de qué quejarse.
Antes de irme, se me ocurrió hablarle no ya de mis gafas de sol, que me las quité por respeto, a pesar de que soy miope y no las uso, solo, para proteger mis ojos del exceso de luz, sino de las Google Glass. Esas gafas que llevan un dispositivo especial que permite ver la realidad aumentada. Al final, no lo hice porque me pareció absurdo. La realidad es algo utópico, es el soporte de las fantasías. Es un concepto, iluso, que no depende de las gafas ni de los ojos, sino de lo que piensa uno mismo.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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