Hay gente muy rara, pero cuesta creer que alguien reforme su casa para dejarla peor que estaba. Mire, he quitado la ducha de hidromasaje y la preciosa mampara de vidrio y las he sustituido por una bañera tipo pileta con unas cortinas de plástico. El baño ha quedado que da pena verlo pero, como es muy incómodo, ahora se duchan menos y ahorro una pasta. De todas maneras, me temo que la reforma no es suficiente, así que ya estoy pensando en cambiar la cisterna, por una de aquellas que se tiraba de la cadena, y sustituir el portarrollos por un clavo para colgar hojas de periódico en vez de papel higiénico.
Una reforma, como esta del baño, fue lo que hizo el gobierno con los derechos laborales. Bajó los salarios, redujo la indemnización por despido y aumentó la precariedad. Reformó lo que había para dejarlo peor. Y quedó contentísimo. Dice que fue un éxito. Que los trabajadores disfrutaban de unos derechos que había que rebajar porque eran un lujo que arruinaba a los empresarios. A unos empresarios que habían amasado sus grandes fortunas mientras estaba vigente la ley que, El Gobierno, se apresuró a reformar. Así que no entiendo nada. No entiendo que la solución sea derribar lo que funcionaba bien para construir sobre los escombros y hacerlo peor. Es el mundo al revés. Es ir para atrás y decir que vamos bien.
El caso que eso de que las cosas deben empeorar para que todo mejore, se lo había oído yo nada menos que a Alfred Pennyworth, el mayordomo de Batman. Aquel viejo guasón que se mostraba asombrado por la candidez de Bruce y le decía que los villanos son muy simples, pues siempre repiten la misma fórmula, tanto en el fondo como en la forma.
Tenía razón. Si nos fijamos en lo que ocurre ahora y lo comparamos con lo que decía Cervantes, en “El Retablo de las maravillas”, vemos que siguen empleando los mismos trucos que en la Edad Media. Unos estafadores aparecen en el pueblo anunciando que presentarán el espectáculo más asombroso que se ha visto nunca pero ponen una condición: que sólo podrán verlo quienes tengan un origen legítimo y no anden en tratos con el demonio. De modo que cuando irrumpe alguien que no participa en el delirio de la farsa y por tanto atestigua que el escenario está vacío, el alcalde lo señala con un anatema terrible que, en aquellos tiempos, significaba condenarlo a la hoguera sin remisión: “¡ Es de ellos, no ve nada!”
Han pasado ya varios siglos pero seguimos en las mismas. Sólo fingiendo o creyendo ver lo que no existe podemos librarnos de que no nos acusen de pertenecer a ese “ellos” infame. El hecho de ver la realidad, y contarla, convierte, a quien se atreve, en un proscrito y un apestado.
De todas maneras, a menos que se participe en el delirio de la farsa, cualquiera puede ver que las reformas son a peor. Pretenden que cuando todo esto acabe, y por todo me refiero a las reformas en marcha, que no se limitan al baño sino al conjunto de la vivienda, la casa se parezca a la que había allá por los años setenta. Solo entonces, cuando se vuelva inhabitable, empezarán las mejoras. Los hijos volverán a reformar el baño para ponerlo como lo tenían sus padres.
Milio Mariño/ Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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