lunes, 28 de octubre de 2024

Pobres trabajadores

Milio Mariño

Hará como un par de semanas, Oxfam Intermón hizo público un estudio en el que aseguraba que, en España, uno de cada diez trabajadores es pobre. Mentía por omisión. Los nueve restantes son pobres también. Son pobres los diez. Si no lo reflejan en ese estudio es porque la vara de medir que utilizan para la pobreza es tan retorcida que se agarran a ella los que no quieren que les crezca la nariz.

Esa misma ONG, dice que los trabajadores que cobren 1.343 euros al mes ya no son pobres, son clase media. Lo cual es como si dijera que las gulas y las angulas son de la misma familia y no se diferencian en nada. Siguen con la obsesión de meternos a todos en una elástica clase media cuyo mito fundacional era que si trabajas duro y te portas bien, el camino hacia el éxito está garantizado. Hace tiempo que ese mito se ha roto, pero siguen igual.

Estadísticas aparte, hay más pobres de lo que parece y muchos más de los que veía Enrique Osorio, portavoz del PP de Madrid, que, subido en la tribuna, preguntaba: ¿Dónde están los pobres, a ver, que yo los vea? Se puso a mirar, desde su atril, a izquierda y derecha, simulando que buscaba pobres y no veía ninguno. Deberían de haberle advertido que los pobres no se dejan ver fácilmente porque les da vergüenza ser pobres y se ocultan y disimulan todo lo que pueden.

Quienes no quieren ver que hay pobreza hacen un buen regalo a su conciencia. Suelen ser los mismos que tienen recetas para todo y para esto también. ¿Cómo que hay pobres? Lo que hay son pocas ganas de trabajar. Es más cómodo estar en casa cobrando un subsidio y a verlas venir. Que levanten el culo del sofá y se pongan a trabajar, verás cómo dejan de ser pobres.

Culpar a los vagos de la pobreza viene bien para no preocuparse, pero el asunto es más complicado. Lo de levantar el culo del sofá y trabajar, en un país con un importante crecimiento económico y que, además, crea empleo, debería servir para llevar una vida aceptable, pero casi la mitad de los que están en riesgo de exclusión tienen trabajo y lo que ganan no les alcanza para cubrir sus necesidades básicas. En sus hogares escasea la carne, el pescado, la fruta y la verdura. Tienen que elegir entre poner la calefacción o pagar el alquiler y si les surge algún imprevisto o se les estropea un electrodoméstico, la tragedia es para llorar.

Un informe, de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social, afirma que, en España, tener un trabajo no garantiza los ingresos necesarios para salir de la pobreza. Y no solo eso, apunta otro dato muy preocupante: el hecho de tener estudios ya no es garantía de conseguir un empleo que permita vivir en condiciones dignas. El 42,9% de la población en riesgo de pobreza ha finalizado los estudios medios o tiene estudios superiores.

Trabajar y cobrar un salario debería alcanzar para vivir de forma aceptable, pero no siempre alcanza. Muchos de los que trabajan y pelean por sacar adelante a su familia se desesperan porque no entienden que los hayan condenado a la pobreza. Consideran que su vida es tan desafortunada que no merece la pena vivir. Y eso es terrible.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 21 de octubre de 2024

Propinas y americanos

Milio Mariño

Cuando era un chaval quedaba abobado, como un pánfilo, viendo aquellas películas americanas en las que el protagonista tiraba unos cuantos billetes encima de la mesa del bar y marchaba sin preguntar a cuánto ascendía la cuenta ni esperar por el vuelto. Aquel derroche, y la despreocupación por el gasto, me tenían fascinado. Creía que eran la confirmación del éxito y lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera.  

Ya de mayor, alguna vez pensé en darme ese gustazo, pero nunca me atreví. Tanto mejor. Hubiera sido un insulto, a la memoria de aquellas películas, tomar un café y dejar sobre la mesa un billete de cinco euros. Hasta ahí llegaría el derroche, no creo que llegara a más. Los que nacimos en la España cutre y subdesarrollada del franquismo arrastramos un síndrome de pertenencia a la pobreza del que no se libra ni Amancio Ortega.     

Los tiempos, afortunadamente, han cambiado. Ahora vivimos mejor y eso nos hacer ser más espléndidos. Aún así, según un estudio reciente, solo el 11% de los españoles deja propina de forma habitual, mientras que el 17% reconoce que nunca lo hace. Los que faltan, los de unas veces sí y otras no, asocian la propina a la calidad del producto y el trato recibido.

Ni tan mal. Tiene más sentido lo nuestro que lo de Estados Unidos, donde dar propina es, prácticamente, una obligación pues constituye una parte sustancial del salario de los empleados de hostelería.

Conociéndolos, intuyo que la propina debió convertirse en obligación por esa idea tan americana del self-service. Es decir: si quieres que te sirvan, el camarero lo pagas tú. Así es como lo entienden y creen que así debe ser. Se consideran muy avanzados, piensan que el progreso consiste en comprar un Sándwich en un puesto de comida callejera y comerlo en un banco del parque.

 Nos llevan mucha ventaja. Aquí todavía comemos sentados en torno a una mesa y, a ser posible, con servilletas de tela y mantel. Estamos muy atrasados. Solo vamos por delante en el asunto de las propinas. No por qué sean voluntarias sino porque todavía no hemos llegado a que Hacienda meta mano en el bote del bar.

Allí sí. Allí presumen de ser liberales y pagar pocos impuestos, pero los empleados de hostelería deben llevar un registro de las propinas que reciben y entregar un informe mensual a su jefe para que este lo ponga en conocimiento de Hacienda.

Ahí es nada. Lo suyo trasladado a España significaría que si tomas una cerveza y dejas unas monedas en el plato, estarías dando propina al camarero y a María Jesús Montero.

Piensan arreglarlo. En el último debate televisado no hablaron del tema, pero los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos, Kamala Harris y Donald Trump, llevan como propuesta estrella, para las elecciones del 5 de noviembre, que los camareros dejen de pagar impuestos por las propinas que reciben.

Alabado sea el liberalismo moderno. Que en el país más poderoso y rico del mundo, la principal propuesta económica sea quitar el impuesto a las propinas de los camareros es para santiguarse. Lo bueno es que, como los dos candidatos proponen lo mismo, no habrá reproches. No se echarán en cara que quitar el impuesto a las propinas supondrá reducir el gasto en defensa y fabricar menos misiles. Ojalá fuera así, sería una gran propina para la humanidad. 


Milio Mariño / Artículo de Opinión diario La Nueva España



lunes, 14 de octubre de 2024

Lo bárbaro no fue lo de Bárbara

Milio Mariño


La noche del 23 de febrero de 1981, llovía si dios tenía agua, el viento soplaba a rachas y las calles de Avilés estaban desiertas, no había un alma. Era una noche de perros. Recuerdo que no pegué ojo, no dormí un sueño. Pero no por las inclemencias del tiempo, sino porque en Las Cortes había entrado un tonto con una pistola y los zurdos teníamos miedo de cómo podía acabar la cosa.

 Al día siguiente, aunque seguía lloviendo, moría de sueño y no me quedaba tabaco ni para fumar un cigarro, estaba tranquilo. La televisión y la radio repetían sin cesar que el Rey Juan Carlos I nos había salvado del golpe de Estado y había defendido la democracia como un jabato.

Durante décadas, esta convicción silenció cualquier duda engrandeciendo la figura del Rey hasta el punto de que cuando empezaron a conocerse algunas de sus andanzas, apuntaban que igual era un pelín golfo, pero que si no fuera por él no tendríamos democracia. Aquella hazaña lo convertía en un héroe al que debíamos perdonar sus flaquezas; que menos. Comparado con lo que había hecho, era una insignificancia que se acostara con mujeres estupendas o se hiciera rico llevándoselo crudo con los barriles de petróleo u otras vías como la del tren a La Meca.

Más de cuarenta años después sabemos, porque él mismo lo dice en unos audios que acaban de publicarse, que todo lo que creíamos, porque nos lo habían hecho creer, era una falsedad. La gran verdad de nuestra historia reciente es que el rey Juan Carlos, al parecer, fue uno de los promotores del golpe de Estado que luego acabó parando no sé sabe si por consejo de la CIA o de Sabino Fernández Campo. Hasta ahora, nadie había aportado ninguna prueba concreta, pero resulta que lo comenta con su amante e, incluso, se permite mofarse de alguien que también estaba en el ajo como el general Alfonso Armada, del que dice, muerto de risa, que se comió siete años de cárcel y jamás dijo una palabra.

A mí, y a otros muchos, lo que menos nos importa es lo que pudo ocurrir con Bárbara. Lo bárbaro es lo otro. Es que hayamos vivido engañados durante tantos años y, encima, quieran volver a engañarnos.

Digo lo de volver a engañarnos porque no estamos, ni mucho menos, ante un asunto de faldas que deba dirimirse en las tertulias de la tele o la prensa del corazón. Estamos ante una cuestión de Estado con muchos interrogantes, como saber qué pasó, realmente, el 23F, cuánto dinero público se pagó para comprar los silencios, quien ordenó pagarlo y muchas más cosas.

Hace poco, el rey Juan Carlos anunció que publicaría sus memorias y dijo, para justificarse: “Lo hago porque tengo la sensación de que están robando mi historia”.

Que Juan Carlos diga que le roban su historia y que, además, insinúe que los ladrones somos nosotros, era lo que faltaba. Que lo diga precisamente él, que disfrutó de un reconocimiento y un cariño popular que casi puede considerarse unánime.

A los que, de verdad, les han robado la historia es a todos los españoles y, especialmente, a los que luchamos por la democracia y por sacar la transición adelante. Que nos devuelvan lo robado es imposible, pero tenemos derecho a la pequeña satisfacción de saber quiénes fueron los ladrones.


Milio Mariño / Artículo de Opinión


lunes, 7 de octubre de 2024

Ningún presidente calvo

Milio Mariño

Explorando contradicciones, como llamar persona de color a un negro, recordé que hay cosas importantes que pasan desapercibidas y, sin embargo, otras, que no parecen tener importancia, son objeto de investigaciones al más alto nivel. Les pongo un ejemplo. Hace poco, varias universidades publicaron un estudio en el que daban cuenta de que habían descubierto que los caballos blancos, gracias a la polarización de la luz, son menos propensos a las picaduras de los tábanos.

Está bien saberlo. Desconozco para qué puede servir, pero alguna utilidad tendrá. Los científicos no suelen malgastar el dinero público. La Universidad de Northampton tiene en marcha un estudio para averiguar si las vacas, cuando se juntan, establecen alguna relación de amistad y eligen a una como su amiga íntima.

Ahora se investiga todo. Aparentemente, todo está bajo control, lo cual no quita para que siga habiendo lagunas y vacíos difíciles de explicar. No quisiera equivocarme pero, que yo sepa, nadie ha investigado por qué España, que según las estadísticas es el segundo país del mundo con más hombres calvos, no ha tenido, ni tiene, ningún Presidente calvo. Calvo Sotelo, ciertamente, lo era, pero apenas estuvo unos meses en el cargo y no alcanza ni para contabilizarlo cómo excepción.

El tema no es baladí. Todo lo que sucede, sucede por algo, tiene un motivo. Por eso resulta extraño que ningún investigador se preguntara por qué, en un país dónde el 42,6% de los hombres son calvos, ni uno solo, en más de cuarenta años, llegó a Presidente del Gobierno. Alguna explicación tiene que haber. Recurrir a la casualidad es negar el método científico y escurrir el bulto. El mundo se rige por leyes universales, no por casualidades. Así que ya están tardando los científicos, los calvólogos o quien sea, en investigar qué ha pasado para que todos los Presidentes: Adolfo Suárez, Felipe González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Pedro Sánchez,  al margen de que sus cabezas albergaran más o menos neuronas, todos tuvieran pelo.

Debería investigarse, no solo por las dudas que pueden albergar los calvos, sino por la credibilidad y el prestigio de la propia democracia. También podrían investigar, de paso, por qué los presidentes de derechas son aficionados a teñirse el pelo. Lo de Aznar y su pelo caoba no admite discusión. Rajoy insistía en que no se teñía, pero el color obscuro de su pelo contrastaba con el blanco de su barba, una combinación sospechosa. Núñez Feijoo, que ya sé que no es presidente pero no lo es porque no quiere, ha pasado de tener el pelo casi negro a lucir una mezcla entre cenizo y rubio.

El estudio que les decía, el de los caballos y los tábanos, ha tenido continuidad. Acaban de iniciar otra investigación en la que varios laboratorios, en colaboración con la Estación Biológica de Doñana, EBD-CSIC, están estudiando la enorme fortaleza de las crines de los burros para ver si dan con una fórmula que permita trasladar esa fortaleza a la cabellera de los humanos y acabar con la calvicie.

El reconocido prestigio de nuestros científicos, y los sofisticados medios de que disponen, animan a pensar que lo mismo descubren alguna conexión, entre los burros y los humanos, hasta ahora desconocida, que desvele el misterio de por qué nunca hemos tenido un Presidente calvo. Claro que también puede ser que ya la hayan descubierto y mantengan el secreto por razones de Estado.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España