Milio Mariño
Hablando de Ángela Merkel y los alemanes, un amigo puso sobre la mesa el arrebato de patriotismo de unos jóvenes de Salinas que, en el verano de 1966, vengaron la derrota de nuestra Selección Nacional de fútbol protagonizando una travesura que no pasó a mayores porque, aunque no lo parezca, también por aquel entonces había gente sensata que sabía resolver los excesos, acotándolos al ámbito del incidente doméstico y aplicándoles un remedio casero.
En aquella época, 1966, aún faltaba mucho para que se conocieran los smartphones, los juegos en 3D y el botellón. Casi podría decirse que lo que no estaba prohibido estaba por inventar, pero los jóvenes ya sabían escapar del ojo vigilante de sus padres y se las ingeniaban para hacer de las suyas. Aunque, bueno, el suceso al que me refiero, entiendo que no debe tomarse por una gamberrada fruto de la ociosidad, sino como una cuestión de honor. Algo así como aquello que decía Nietzsche de la venganza, calificándola de sublimación reactiva de la justicia, al modo de pensar soberano.
El caso fue que el 20 de julio de 1966, en un partido del mundial de Londres, la Selección Española de fútbol perdió dos a uno con Alemania. Una derrota, a todas luces, honrosa pero que, al parecer, fue suficiente para que varias chicas alemanas, que residían en Salinas, se mofaran de un grupo de chavales, de la localidad, que estaban desconsolados porque España había quedado eliminada del mundial.
Los chavales, que tenían entre 16 y 17 años, tomaron aquella burla como una cuestión de orgullo y decidieron vengarse. Cosa que no debía ser fácil pues la venganza sé me antoja un lujo casi imposible para unos jóvenes cuya munición y armamento eran el entusiasmo y los sueños. Así es que como la imaginación tenía que supeditarse a los medios, no se les ocurrió otra cosa que pinchar las ruedas de todos los coches alemanes que encontraron por Salinas. Que, al final, fueron doce, incluido un Renault Gordini que no era de ningún alemán, pero que como a su dueño también le tenían ganas, decidieron incluirlo en el lote.
La Guardia Civil no tardó en dar con los autores. Sobre todo porque el dueño, no alemán, del Gordini percibió una actividad sospechosa a ciertas horas de la noche y lo puso en conocimiento de la autoridad competente. Total que los chavales cayeron a las pocas horas, confesaron la masacre y, en primera instancia, entre la reparación de los daños y la multa correspondiente, la Guardia Civil estableció la bonita cifra de 30.000 pesetas, de las de entonces, para dejar zanjado el asunto.
Debieron ser unos días terribles para aquellos jóvenes que soportarían con más miedo que vergüenza el clamor airado de los que pedían mano dura y un castigo ejemplarizante. Y, también para sus padres, que al fin y al cabo eran los que iban a tener que pagar la multa, poniendo, cada uno, de su bolsillo un dinero que superaba lo que ganaban, al mes, trabajando.
La suerte, y el final feliz de la historia, fue que Luis Treillard, el alcalde, acudió al rescate, con el manual del arreglo diplomático bajo el brazo, y habló con los alemanes. No hubo denuncia ni reclamación de daños. Hubo un acto, pagado por el Ayuntamiento, que consistió en invitar a los damnificados a una cena de desagravio, en el Real Club Náutico de Salinas.
Hablando de Ángela Merkel y los alemanes, un amigo puso sobre la mesa el arrebato de patriotismo de unos jóvenes de Salinas que, en el verano de 1966, vengaron la derrota de nuestra Selección Nacional de fútbol protagonizando una travesura que no pasó a mayores porque, aunque no lo parezca, también por aquel entonces había gente sensata que sabía resolver los excesos, acotándolos al ámbito del incidente doméstico y aplicándoles un remedio casero.
En aquella época, 1966, aún faltaba mucho para que se conocieran los smartphones, los juegos en 3D y el botellón. Casi podría decirse que lo que no estaba prohibido estaba por inventar, pero los jóvenes ya sabían escapar del ojo vigilante de sus padres y se las ingeniaban para hacer de las suyas. Aunque, bueno, el suceso al que me refiero, entiendo que no debe tomarse por una gamberrada fruto de la ociosidad, sino como una cuestión de honor. Algo así como aquello que decía Nietzsche de la venganza, calificándola de sublimación reactiva de la justicia, al modo de pensar soberano.
El caso fue que el 20 de julio de 1966, en un partido del mundial de Londres, la Selección Española de fútbol perdió dos a uno con Alemania. Una derrota, a todas luces, honrosa pero que, al parecer, fue suficiente para que varias chicas alemanas, que residían en Salinas, se mofaran de un grupo de chavales, de la localidad, que estaban desconsolados porque España había quedado eliminada del mundial.
Los chavales, que tenían entre 16 y 17 años, tomaron aquella burla como una cuestión de orgullo y decidieron vengarse. Cosa que no debía ser fácil pues la venganza sé me antoja un lujo casi imposible para unos jóvenes cuya munición y armamento eran el entusiasmo y los sueños. Así es que como la imaginación tenía que supeditarse a los medios, no se les ocurrió otra cosa que pinchar las ruedas de todos los coches alemanes que encontraron por Salinas. Que, al final, fueron doce, incluido un Renault Gordini que no era de ningún alemán, pero que como a su dueño también le tenían ganas, decidieron incluirlo en el lote.
La Guardia Civil no tardó en dar con los autores. Sobre todo porque el dueño, no alemán, del Gordini percibió una actividad sospechosa a ciertas horas de la noche y lo puso en conocimiento de la autoridad competente. Total que los chavales cayeron a las pocas horas, confesaron la masacre y, en primera instancia, entre la reparación de los daños y la multa correspondiente, la Guardia Civil estableció la bonita cifra de 30.000 pesetas, de las de entonces, para dejar zanjado el asunto.
Debieron ser unos días terribles para aquellos jóvenes que soportarían con más miedo que vergüenza el clamor airado de los que pedían mano dura y un castigo ejemplarizante. Y, también para sus padres, que al fin y al cabo eran los que iban a tener que pagar la multa, poniendo, cada uno, de su bolsillo un dinero que superaba lo que ganaban, al mes, trabajando.
La suerte, y el final feliz de la historia, fue que Luis Treillard, el alcalde, acudió al rescate, con el manual del arreglo diplomático bajo el brazo, y habló con los alemanes. No hubo denuncia ni reclamación de daños. Hubo un acto, pagado por el Ayuntamiento, que consistió en invitar a los damnificados a una cena de desagravio, en el Real Club Náutico de Salinas.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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