Lo dice el villancico y coincide
que es verdad. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad. Días en los que la alegría
se convierte en un deber moral. Un deber que nos obliga a desterrar cualquier
atisbo de mal humor y sustituirlo por el entusiasmo de la felicidad. De modo que
eso intentaremos hacer este lunes que, como todos los demás, nos asomamos a las
páginas del periódico para ofrecerles un comentario sobre cualquier tema de
actualidad. Aunque, claro, sería imperdonable que, precisamente, hoy abordáramos
un asunto que estuviera relacionado con las tragedias y las desdichas que
forman parte de la vida. Hoy no toca eso. Hoy es un día para estar alegres y
disfrutar.
La cuestión es que estar alegres
no resulta fácil y ser felices menos aún. Sobre todo, si tenemos en cuenta que vivimos
en un país en el que ni la religión ni el poder están por la labor. Ahora quizá
cueste entenderlo, pero los que ya tenemos una edad tuvimos una infancia y una
juventud en la que no parábamos de oír que a esta vida se viene a sufrir. Nuestros
mayores lo repetían con machacona insistencia, convencidos de que era así. La
vida era entendida, entonces, como una especie de purgatorio. Todo estaba planteado
de forma que creyéramos, y aceptáramos, que teníamos que pagar un tributo por
aquello que pudiera darnos satisfacción y ya no digamos por la felicidad.
Con el tiempo, la influencia y el
peso de la religión fueron a menos, pero la creencia, en el fondo, se mantuvo. Vivimos
en una sociedad en la que todo está tasado, y tiene un precio, de modo que es
normal que pensemos que nuestras emociones y sentimientos también lo tienen y
nadie puede ser feliz, así porque sí. Es decir que, si queremos ser felices, algo
tendremos que pagar porque gratis no hay nada.
Bajo esa lógica, la conclusión a
la que, siempre, acabamos llegando es que la felicidad por sí sola no puede
darse. Que, de alguna forma, debemos pagar para asegurarnos el disfrute de los
momentos felices. Una creencia tan arraigada que llegamos, incluso, a pensar que
sería irresponsable andar por la vida deseando ser felices, sin antes pagar por
ello.
No estoy de acuerdo. Creo que la
felicidad no deberíamos entenderla como un premio sino como un derecho. Un
derecho que nos pertenece y habría que situarlo a la misma altura que la
libertad y la vida. Aunque no sirva de mucho, así lo recoge la ONU, en las
resoluciones 65/309 del 2011 y 66/281 del 2012, en las que apunta la relevancia
de la felicidad como aspiración universal del ser humano y señala la
importancia de su inclusión en las políticas de los gobiernos. Es más, hay
algunos países como Japón, Corea del Sur y Brasil que incluyen la felicidad
como un derecho constitucional.
Menudos ejemplos, dirán ustedes. Pues sí, esos
países no son precisamente un modelo de bienestar, pero es que aquí parece que ese
derecho sé les olvidó a los padres de la actual Constitución y todo apunta a
que también se les va a olvidar a quienes pretenden reformarla. Así es que hoy,
que precisamente es Nochebuena, reivindicamos el derecho a ser felices sin
pagar nada a cambio. La felicidad no tiene precio. Y, en todo caso, en caso de
que lo tenga, que la tarifa la ponga uno mismo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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