Milio Mariño
Si comparamos el dolor y la conmoción que estamos sintiendo por las víctimas del avión que hace unos días se estrelló en los Alpes, con lo que puede importarnos el naufragio de una patera o la explosión de una bomba en Oriente Medio, que cause los mismos muertos, cabe pensar que no es verdad eso que suele decirse de que la vida no tiene precio. Sí que lo tiene, depende de esa línea artificial que llaman frontera y separa los países. No vale lo mismo la vida de una persona que vive en un país rico que la de quien vive en un país subdesarrollado. En un país rico, la vida es un producto caro y bien considerado mientras que en un país pobre o del tercer mundo, es una mercancía al por mayor o un saldo que nadie quiere.
Nos guste, o no, estamos catalogados con una etiqueta que indica la procedencia y las características del producto, de modo que no sirve de nada insistir en que el valor de nuestra vida, y la de cualquiera, es incalculable. Eso de que somos seres humanos y vale lo mismo la vida de quien lo tiene todo que la de quien no tiene donde caerse muerto, está bien decirlo pero es falso. La vida, la nuestra y la de todos, cotiza en bolsa. Está sujeta a las decisiones y los caprichos de los accionistas, que son los que mandan, y en su afán por buscar el rédito a toda costa, consideran que no vale lo mismo la vida de un enfermo de hepatitis C que la de un político o un alto ejecutivo. Tampoco vale igual la de aquellos que padecen enfermedades raras, pues empieza por estar supeditada a los intereses de las compañías farmacéuticas.
Tu vida solo vale lo que mi voluntad decida, gritará el secuestrador o el terrorista suicida. Y la víctima pensará que su vida acabará valiendo lo que cuesta contratar un sicario, o la indemnización que figure en la póliza de seguros.
Así están las cosas. No sé si saben que hace poco actualizaron los precios de nuestras vidas porque estaban desfasados y querían fijar lo pagarán las aseguradoras en caso de que fallezcamos en un accidente de tráfico. Desconozco como hicieron el cálculo pero el precio quedó establecido en función de un baremo que tiene en cuenta la edad de la víctima. Consideran que nuestra vida va perdiendo valor con el paso de los años y han decidido que valemos menos de viejos. De modo que establecen una indemnización de 114.691 euros si la víctima es menor de 65 años, pero bajan a 86.018 euros si tiene entre 66 y 80 años y a 57.345 si supera esa edad.
No les aconsejo que calculen cuánto valen por trozos sueltos porque saldrían perdiendo. Una oreja está valorada en 1810 euros y el valor de un dedo va de 540 a 2870 euros, depende de qué dedo sea y si es de la mano derecha o izquierda.
Estos precios son para vidas de primera, el precio de la vida de alguien que llega patera lo desconozco. Supongo que valdrá mucho menos porque ya ven que la vida sí tiene precio pero valemos muy poco. Es más, si alguien me asalta y me grita: “la bolsa o la vida”, no descarto que mi respuesta sea: “¿de cuánto dinero estamos hablando?”
Si comparamos el dolor y la conmoción que estamos sintiendo por las víctimas del avión que hace unos días se estrelló en los Alpes, con lo que puede importarnos el naufragio de una patera o la explosión de una bomba en Oriente Medio, que cause los mismos muertos, cabe pensar que no es verdad eso que suele decirse de que la vida no tiene precio. Sí que lo tiene, depende de esa línea artificial que llaman frontera y separa los países. No vale lo mismo la vida de una persona que vive en un país rico que la de quien vive en un país subdesarrollado. En un país rico, la vida es un producto caro y bien considerado mientras que en un país pobre o del tercer mundo, es una mercancía al por mayor o un saldo que nadie quiere.
Nos guste, o no, estamos catalogados con una etiqueta que indica la procedencia y las características del producto, de modo que no sirve de nada insistir en que el valor de nuestra vida, y la de cualquiera, es incalculable. Eso de que somos seres humanos y vale lo mismo la vida de quien lo tiene todo que la de quien no tiene donde caerse muerto, está bien decirlo pero es falso. La vida, la nuestra y la de todos, cotiza en bolsa. Está sujeta a las decisiones y los caprichos de los accionistas, que son los que mandan, y en su afán por buscar el rédito a toda costa, consideran que no vale lo mismo la vida de un enfermo de hepatitis C que la de un político o un alto ejecutivo. Tampoco vale igual la de aquellos que padecen enfermedades raras, pues empieza por estar supeditada a los intereses de las compañías farmacéuticas.
Tu vida solo vale lo que mi voluntad decida, gritará el secuestrador o el terrorista suicida. Y la víctima pensará que su vida acabará valiendo lo que cuesta contratar un sicario, o la indemnización que figure en la póliza de seguros.
Así están las cosas. No sé si saben que hace poco actualizaron los precios de nuestras vidas porque estaban desfasados y querían fijar lo pagarán las aseguradoras en caso de que fallezcamos en un accidente de tráfico. Desconozco como hicieron el cálculo pero el precio quedó establecido en función de un baremo que tiene en cuenta la edad de la víctima. Consideran que nuestra vida va perdiendo valor con el paso de los años y han decidido que valemos menos de viejos. De modo que establecen una indemnización de 114.691 euros si la víctima es menor de 65 años, pero bajan a 86.018 euros si tiene entre 66 y 80 años y a 57.345 si supera esa edad.
No les aconsejo que calculen cuánto valen por trozos sueltos porque saldrían perdiendo. Una oreja está valorada en 1810 euros y el valor de un dedo va de 540 a 2870 euros, depende de qué dedo sea y si es de la mano derecha o izquierda.
Estos precios son para vidas de primera, el precio de la vida de alguien que llega patera lo desconozco. Supongo que valdrá mucho menos porque ya ven que la vida sí tiene precio pero valemos muy poco. Es más, si alguien me asalta y me grita: “la bolsa o la vida”, no descarto que mi respuesta sea: “¿de cuánto dinero estamos hablando?”
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Milio Mariño