lunes, 16 de septiembre de 2024

La herencia real

Milio Mariño

En cuanto se supo que el rey Juan Carlos I había creado una fundación en Abu Dabi, al objeto de poder transferir su herencia a las infantas Cristina y Elena, de una manera sencilla y sin el engorro del papeleo, ya empezaron los tertulianos y los articulistas de opinión a darle vueltas y ver cosas para las que durante mucho años fueron miopes. Ahora, al parecer, se han puesto gafas y ven lo que no habían visto nunca. Por eso, un propósito tan encomiable como dejar a tus hijas con el riñón bien cubierto está siendo objeto de críticas e, incluso, de chistes. Hubo quien dijo que lo de Abu Dabi no era una fundación sino una fundición destinada a que las hijas sigan fundiendo el dinero que consiguió su padre, él sabe cómo, y tiene guardado él sabe dónde.

Fuegos artificiales. Quienes tienen la cara tiznada de servilismo y adulación cortesana, por mucho que quieran lavarla, pocos se salvan. Medios de comunicación, el estamento judicial, Hacienda, los políticos, el servicio de inteligencia…, todos fueron cómplices del emérito y contribuyeron a que viviéramos engañados. Todos participaron, de alguna manera, en la gran estafa que sufrimos los españoles. Sabían de las amantes del rey, las comisiones millonarias, los regalos de los empresarios, las correrías, los excesos… Pero no decían nada. Bueno sí, decían que era muy simpático y muy campechano y que todo lo que hacía lo hacía por España.

Como es justo dar a cada uno lo suyo, al emérito hay que reconocerle el mérito de ser sincero. Nunca ocultó que le gustaban mucho las mujeres, el vino Vega Sicilia, las juergas, las cacerías, las motos, el lujo, el dinero...  Si acaso mentía un poco cuando decía que la justicia debía ser igual para todos pero, enseguida, esbozaba una sonrisa, dando a entender que excluía a su familia.

Fuimos engañados y no caben disculpas. Juan Carlos I es responsable de lo que hizo, pero también lo son quienes se beneficiaron y convirtieron sus fechorías en un buen negocio. Les convenía taparlo porque favorecía sus chanchullos y les permitía enriquecerse sin dar cuentas a nadie.

La ley del silencio funcionaba de maravilla. Todo iba viento en popa hasta que el viento roló en Bostwana, empezó a soplar de levante y levantó varios escándalos. Se lió una buena. Se lió tan gorda que los cómplices y los aduladores salieron por piernas y empezaron a simular que siempre habían estado de nuestro lado. Dijeron que también habían sido engañados y aparentaban estar ofendidos y escandalizados.

Mentira cochina. Nadie se arrepintió ni hizo propósito de enmienda. Al contrario, siguieron maniobrando para echar tierra al asunto y es lo que siguen haciendo envueltos en la bandera del patriotismo. Los que se tienen por muy patriotas trabajan, a destajo, para que ni la justicia ni el Ministerio de Hacienda hagan nada. En esta estafa, los únicos condenados somos los españoles.

Estamos condenados a que nos engañen. Esa es la herencia real. No importa lo que se descubra, lo echarán en saco roto con la excusa de que la monarquía es un chollo. No solo es la mejor forma de gobierno sino que somos un caso único. Tenemos dos reyes por el precio de uno. Felipe, el de andar por casa, nos sale barato. Y el otro, el emérito, aunque nos de algún disgusto, ya se busca él los garbanzos.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 9 de septiembre de 2024

Cuando los otros son nosotros

Milio Mariño
Los ociosos que este verano hayan tenido la idea de aprovechar los días nublados para dar un paseo por las calles de la villa o cualquiera de sus barrios,  asistirían, seguramente, al concierto de algún martillo neumático, alguna sierra cortando azulejos o al espectáculo de una nube de polvo saliendo por la ventana y delatando el derribo de un tabique a porrazos.

Nada extraordinario. Lo normal, dentro de lo previsto. Y es que, no solo las bicicletas, las reformas, las chapuzas y las ñapas también son para el verano. En verano, la gente aprovecha para reformar su vivienda, los contratistas hacen su agosto y los inmigrantes encuentran trabajo. Trabajan en lo que antes hacíamos y ya no hacemos porque exige mucho esfuerzo y está mal pagado. Así que es falso que vengan a quitarnos el trabajo.

 Qué vienen es cierto, pero se apañan con lo que les dejamos, que suele ser lo peor porque cada vez hay menos de los nuestros que trabajen doblando el lomo. Por eso, los que vemos cargando con cestos y sacos de escombro, son todos de otros países. No cuesta identificarlos, los delata su físico y el vestuario. Piel color caramelo, o más obscura, y camisetas y pantalones a juego con los cascotes y el polvo.

Cada obra, de las que vi este verano, estaba formada por una especie de pequeña ONU de la chapuza que reunía distintas nacionalidades. Indígenas mejicanos, nativos del Magreb y negritos del África tropical, que no deben ser tan hábiles con los pies como para vivir del futbol. Varios idiomas, culturas y religiones distintas y un punto en común: la necesidad de sobrevivir trabajando honradamente.

A los inmigrantes, los distinguimos fácil porque no son nosotros. Nosotros ya estábamos aquí y ese sentimiento de pertenencia fortalece nuestra autoestima y nos hace creer que tenemos autoridad y poder para decidir si los que vienen pueden quedarse o no.

 En el caso que comentamos vuelve a repetirse la historia de lo que sucedió hace sesenta o setenta años. Por aquel entonces, aquí también llegaba gente del sur, la diferencia es que no llegaban en patera, o a nado. Atravesaban el ancho mar de Castilla en trenes tercermundistas y cuando llegaban a esta villa, que dejaba de ser marinera para ser capital siderúrgica, se alojaban donde podían: en improvisadas chabolas, barracones o habitaciones con derecho a cocina.

Ya entonces, los nativos se dividían, fundamentalmente, en dos clases: los duros y los blandos. Los que defendían conservar la pureza de lo avilesino y trataban a “los forasteros” con antipatía y desprecio y los que lo hacían con cierta condescendencia y comprendiendo sus razones.

Hoy, aquellos “forasteros” son nosotros y algunos, bastantes, están entre los que exigen mano dura con los que llegan. Reclaman su expulsión sin contemplaciones empleando, si hace falta, la fuerza. Justifican dicha postura diciendo que defienden lo nuestro y no quieren que alteren nuestras costumbres ni influyan en nuestra idiosincrasia.

La vida tiene estas cosas. Si uno les hace ver que no es cuestión de demonizar a los inmigrantes ni de presentarlos como un peligro porque en su día también sus padres, o sus abuelos, vinieron de otros sitios y se instalaron en una tierra que no era la suya, contestan que no es lo mismo.

 Nunca lo es. Lo nuestro  siempre es distinto de lo que les sucede a los otros.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 2 de septiembre de 2024

Amabilidad menguante

Milio Mariño

Siempre fui lento y ahora, que ya soy muy mayor, para qué les voy a contar. El otro día bajaba despacio por la rampa de un aparcamiento y alguien que venía detrás tocó dos veces el claxon. Asomé la mano por la ventanilla y pedí disculpas, pero seguí bajando a mí ritmo. Luego, cuando aparcamos, vi que quien había dado los bocinazos era una mujer. No me sorprendió. En cuestiones de amabilidad no hay diferencia de género, igual de desagradable puede ser ella que él. He perdido la cuenta de las veces que di los buenos días y nadie me contestó. Sucede otro tanto cuando cedo el paso, doy las gracias o pido disculpas. Silencio atronador.

Si alguien tiene la tentación de pensar que me muevo por sitios raros o solo me relaciono con gente de malvivir, ya lo puede ir borrando. Hago lo que hice siempre. La diferencia es que ser amable y, por ejemplo, dar los buenos días, se ha convertido en una costumbre antigua y propia de la gente mayor que no tiene nada que hacer.

Ser amable se entiende como algo del pasado y de una clase social inferior. Fruncir el ceño, poner cara de vinagre o no responder al saludo, está de moda porque  creen que hace que la persona parezca más importante y más respetable. Por eso cada vez menos gente se esfuerza por ser amable y el trato que recibimos suele ser cortante y plagado de monosílabos. Responden así para que nos hagamos a la idea de que estorbamos y mejor nos quitamos de en medio.

Me gustaría equivocarme, pero creo que la gente es más amable con los animales de compañía que con las personas. A los animales los tratan con cariño aunque les ladren y tengan que ir detrás recogiendo sus cacas. En cambio, la relación entre humanos se ha vuelto poco menos que insoportable. La intolerancia, la prisa y también el egoísmo, han conseguido que sea un fastidio portarse de forma educada. Sucede en todos los ámbitos. Vaya uno donde vaya, se sorprende de que lo traten con amabilidad, cuando debería ser lo normal.

En este sentido, preocupa la realidad que se vive en los hospitales y en los centros de salud. Según los últimos datos, el número de reclamaciones relacionadas con el trato que reciben los pacientes supera al de las quejas por la demora en las consultas y las intervenciones quirúrgicas. Parece que el personal sanitario se inclina por imitar aquella famosa serie “Doctor House”, que se caracterizaba por la escasa empatía con los enfermos.

Solo con un poco de amabilidad, que además es gratis, haríamos la vida más agradable y mejor. Ser amable no significa dejar de llamar a las cosas por su nombre ni olvidarse de ser crítico cuando la ocasión lo merece. Significa, según define la RAE, “ser digno de ser amado, afable y afectuoso”.

Cuestión aparte, aunque venga en el mismo lote, es si deberíamos ser amables con quienes no lo son, o no lo merecen. Creo, sinceramente, que sí. Ser amable no significa, ni mucho menos, ser servil o inferior. Al contrario, la amabilidad es un valor que denota, sobre todo, elegancia social.

Aquella señora del parking lo mismo pensó que dándome dos bocinazos aliviaba su frustración y su malhumor, pero cuando me vio  sonreír seguro que se dio cuenta de la inutilidad de su acción.

 

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España