La noche del 23 de febrero de
1981, llovía si dios tenía agua, el viento soplaba a rachas y las calles de
Avilés estaban desiertas, no había un alma. Era una noche de perros. Recuerdo
que no pegué ojo, no dormí un sueño. Pero no por las inclemencias del tiempo, sino
porque en Las Cortes había entrado un tonto con una pistola y los zurdos
teníamos miedo de cómo podía acabar la cosa.
Al día siguiente, aunque seguía lloviendo,
moría de sueño y no me quedaba tabaco ni para fumar un cigarro, estaba tranquilo. La televisión y la radio repetían sin cesar que el Rey Juan Carlos I
nos había salvado del golpe de Estado y había defendido la democracia como un
jabato.
Durante décadas, esta convicción
silenció cualquier duda engrandeciendo la figura del Rey hasta el punto de que
cuando empezaron a conocerse algunas de sus andanzas, apuntaban que igual era
un pelín golfo, pero que si no fuera por él no tendríamos democracia. Aquella
hazaña lo convertía en un héroe al que debíamos perdonar sus flaquezas; que
menos. Comparado con lo que había hecho, era una insignificancia que se
acostara con mujeres estupendas o se hiciera rico llevándoselo crudo con los
barriles de petróleo u otras vías como la del tren a La Meca.
Más de cuarenta años después
sabemos, porque él mismo lo dice en unos audios que acaban de publicarse, que
todo lo que creíamos, porque nos lo habían hecho creer, era una falsedad. La
gran verdad de nuestra historia reciente es que el rey Juan Carlos, al parecer,
fue uno de los promotores del golpe de Estado que luego acabó parando no sé
sabe si por consejo de la CIA o de Sabino Fernández Campo. Hasta ahora, nadie
había aportado ninguna prueba concreta, pero resulta que lo comenta con su
amante e, incluso, se permite mofarse de alguien que también estaba en el ajo
como el general Alfonso Armada, del que dice, muerto de risa, que se comió siete
años de cárcel y jamás dijo una palabra.
A mí, y a otros muchos, lo que
menos nos importa es lo que pudo ocurrir con Bárbara. Lo bárbaro es lo otro. Es
que hayamos vivido engañados durante tantos años y, encima, quieran volver a
engañarnos.
Digo lo de volver a engañarnos porque
no estamos, ni mucho menos, ante un asunto de faldas que deba dirimirse en las
tertulias de la tele o la prensa del corazón. Estamos ante una cuestión de Estado
con muchos interrogantes, como saber qué pasó, realmente, el 23F, cuánto dinero
público se pagó para comprar los silencios, quien ordenó pagarlo y muchas más
cosas.
Hace poco, el rey Juan Carlos anunció
que publicaría sus memorias y dijo, para justificarse: “Lo hago porque tengo la
sensación de que están robando mi historia”.
Que Juan Carlos diga que le roban
su historia y que, además, insinúe que los ladrones somos nosotros, era lo que
faltaba. Que lo diga precisamente él, que disfrutó de un reconocimiento y un
cariño popular que casi puede considerarse unánime.
A los que, de verdad, les han
robado la historia es a todos los españoles y, especialmente, a los que
luchamos por la democracia y por sacar la transición adelante. Que nos devuelvan
lo robado es imposible, pero tenemos derecho a la pequeña satisfacción de saber
quiénes fueron los ladrones.
Milio Mariño / Artículo de Opinión
Es posible que aquella noche acabaras el tabaco, otros tuvieron que ir a dormir al puerto San Isidro con las fichas de los carnets del partido.
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