Por casualidad, y con sorpresa,
caí en la cuenta de que soy un privilegiado. Llegue a esa conclusión después de
ver a un niño de apenas tres años que llevaba un rato largo entretenido con un
móvil mientras su madre charlaba con las amigas. Viéndolo, comprendí que había
tenido suerte. No digo de niño, también de mayor, pues cuando era joven tampoco
había móviles ni internet, solo teníamos dos canales de televisión. Entretenernos
no dependía de ningún aparato sino de nosotros mismos. Y, debió ser por eso que
me aficioné a leer. Leía lo que pillaba, me valía todo, incluso ciencia ficción.
Así se explica que cayera en mis manos “1.984”, la famosa novela de Orwell en
la que pronostica un futuro que responde a tres postulados que son para echarse
a temblar: "La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es
poder".
Por aquel entonces, no debí
entender el significado de aquellos pronósticos y menos que Orwell estuviera
anunciando nuestra indefensión y nuestra fragilidad ante las noticias falsas y
las realidades alternativas. Algo que ha dejado de ser ciencia ficción para
convertirse en el pan nuestro de cada día.
Orwell era un visionario. A
mediados del siglo pasado, ya vaticinaba que la educación y la cultura tendrían
poca importancia. Intuía que, en un futuro, solo nos pedirían aprender las
funciones básicas de un trabajo y realizarlas, sin rechistar, durante el resto
de nuestras vidas. Y, en eso estamos. Aquello que dijo, que la ignorancia es
poder, puede parecer una contradicción, pero no lo es si pensamos que la
ignorancia del pueblo permite que los tiranos lleguen a gobernar y gobiernen
como estamos viendo en Rusia, Israel y Estados Unidos.
Nos hemos acostumbrado a ser
meros espectadores. Empezamos poco a poco y
ahora ya lo somos casi al tiempo que damos los primeros pasos. Y no me
refiero a que los niños sean incapaces de llenar su imaginación con seres y
lugares fantásticos sin necesidad de verlos en una pantalla. Todavía es peor. Los
héroes contemporáneos, casi todos, son imbéciles sin escrúpulos que solo se
mueven por objetivos como la fama, el poder y el dinero. No están en los libros,
pero ni falta que les hace. Están al alcance de cualquier niño que, con solo
deslizar el dedo por la pantalla del móvil, dispone de miles de imágenes en las
que quienes aparecen como que son los buenos se dedican a matar y exterminar
pueblos enteros.
Los niños de nuestros días no conocen al Rey
Arturo, ni a Robin Hood, Sandokán o Corto Maltés. Conocen a Natanyu, Putin y
Trump. Unos héroes a los que no les desvela la pobreza, ni la injusticia o la
suerte que puedan correr los débiles. Para ellos la bondad y la decencia son
cuestiones marginales. Presumen de su incultura y alimentan el relato de que cualquiera
que defienda los derechos humanos se convierte en sospechoso.
Que un niño, de apenas tres años
se entretenga, absorto, mirando las imágenes de un móvil no lo imaginaba ni
Orwell. No imaginaba que los niños, desde muy niños, estuvieran viendo las
atrocidades de un mundo que camina hacia su destrucción. Cierto que no podemos
volver atrás, pero a los niños podemos darles móviles tontos para que crezcan más
listos. Móviles que no sean de última generación sino de la generación de sus
abuelos.
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Milio Mariño