lunes, 3 de junio de 2019

Videos que cuestan vidas

Milio Mariño

El suicidio de Verónica, la joven trabajadora de Iveco que se ahorcó con una sábana en su domicilio de Alcalá de Henares, ha puesto de manifiesto que podemos convertirnos en colaboradores o cómplices de un delito por algo aparentemente tan inofensivo como cliquear un mensaje que nos ha llegado por WhatsApp. Así es que no solo los adolescentes y los jóvenes sino también los adultos y las personas mayores necesitamos una reflexión sobre lo que supone la utilización del teléfono móvil y su conexión con las redes sociales. Necesitamos saber qué es lo que podemos hacer, y que no, con todas esas imágenes, videos, grabaciones y documentos que aparecen en nuestro teléfono como por arte de magia.

En un caso como este, en el que más que de un suicidio parece que estamos hablando de un asesinato al estilo Fuenteovejuna, tal vez suene a disculpa, o a querer escurrir el bulto, decir que no somos conscientes del daño que podemos causar por el simple hecho de pulsar una tecla. Detrás de esta tragedia es casi seguro que puede haber acoso y maltrato psicológico, pero responder sin hipocresía a la pregunta de si cualquiera de nosotros compartiría con un amigo un video de similares características nos lleva a encogernos de hombros y dejar que flote la duda. La opinión más generalizada tal vez sea que no vemos ninguna responsabilidad, ni delito, en algo que no hemos creado ni hemos subido a la red. En algo que nos llegó sin pedirlo y que tal como vino así se lo hemos enviado a un amigo.

Por supuesto que siempre habrá quien presuma de tenerlo todo bajo control, pero lo cierto es que poco a poco nuestra presencia en la red se ha ido incrementando y hemos llegado a un punto en el que ya no sabemos a cuántos servicios estamos suscritos, ni qué datos estamos dando ni a quién. Nos parece todo tan natural que hemos pasado de comunicarnos individualmente, con una llamada, a un mundo hiperconectado, donde la red y los usuarios se han convertido en miles de conexiones sin que apenas nos diéramos cuenta ni nos preocupáramos de las advertencias. Como está mal visto que nos quedemos atrás, porque nos tacharían de anticuados, hemos tirado hacia adelante y cada cual se arregló como pudo. Así fue que nuestras agendas empezaron a ser calendarios online, nuestras listas de contactos acabaron en la nube y nuestras fotos pasaron a formar parte de nuestros perfiles públicos. Todo lo pusimos al cabo de la calle, desde lo que compramos hasta dónde estamos en cada momento, incluyendo videos de bodas, comuniones y bautizos o incluso de nuestros momentos más íntimos. Todo lo compartimos sin que, aparentemente, pase nada hasta que un día, algo que no queremos, vuelve multiplicado y nos hace daño. Y, entonces ponemos el grito en el cielo diciendo que no hay derecho a que invadan nuestra privacidad.

Todos somos culpables de la ausencia de responsabilidad y sensibilidad con la que solemos actuar en las redes sociales. Pero no solo con lo ajeno, también con lo propio. No cuidamos lo que subimos, ni lo que compartimos ni las consecuencias, a pesar de que con un simple clic podemos pasar de protagonistas a víctimas. Y ahí lo tenemos, un video puede costar una vida. Y no me vale eso de qué si hubiera sido un hombre, la historia hubiera sido distinta.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 27 de mayo de 2019

Justicia y caridad son difíciles de conjugar

Milio Mariño

Puede parecer un despropósito que no se agradezca el gesto a quien dona parte de su dinero para una causa social, pero también es cierto que mal iríamos si creemos que la caridad puede suplir a la justicia. Me refiero a las famosas donaciones de Amancio Ortega y a las dos posturas que surgieron después de las declaraciones de Pablo Iglesias. Una de comprensión y agradecimiento y otra de rebeldía y denuncia. Una, la de quienes perciben la caridad como algo beneficioso, y ahí se quedan, y otra la de quienes tienen grabado a fuego que nadie da duros a cuatro pesetas y piden que se tribute más y se done menos, exigiendo que sea el Estado quien aporte los recursos necesarios para la sanidad pública, a la vez que rechazan lo que entienden por limosnas de millonarios que tratan de lavar su imagen donando un dinero cuya procedencia consideran más que dudosa.

La discusión, algunos la circunscriben a si es aceptable que se responda con desprecio a quien dona dinero y lo destina para una buena causa. Pero abordar solo eso sería hacer trampa y dejar a medias la verdadera polémica. Es cierto que se criticó la donación de 320 millones que permitió renovar los equipos de diagnóstico y tratamiento del cáncer en 290 hospitales públicos, pero ahí no acaba la historia. La crítica incluía una segunda parte en la que se planteaba dotar a la sanidad pública de los recursos necesarios para que no dependa de las donaciones. Cuestión que apenas se comenta porque no interesa, o interesa muy poco, a quienes bendicen y abanderan ese pensamiento neoliberal que está tan de moda en Europa y propugna una menor intervención del Estado, en cuanto al cuidado de los ciudadanos, pero no tiene reparo en destinar el dinero público que haga falta para rescatar las pérdidas de los bancos.

A mi me parece estupendo que Amancio Ortega, a quien se atribuye una fortuna de 71.000 millones de euros, haya donado 320 millones, el 0,44% de su patrimonio, para la renovación de los equipos de diagnóstico y tratamiento del cáncer. Prefiero que done ese dinero a que se lo gaste en publicidad, aunque para el caso venga a ser parecido. Al menos de esa manera habrá unas cuantas personas que se beneficien y mejoren su calidad de vida. Ahora bien, que nos beneficiemos de ese gesto no significa que tengamos que poner al donante en un pedestal y pasemos a considerarlo un ciudadano ejemplar.

Amancio Ortega tiene sus cosas. Tiene pendientes varias denuncias por esclavitud, por emplear a niños y pagarles 90 euros mensuales por 16 horas diarias de trabajo, la más reciente en Brasil, resuelta tras un acuerdo con la fiscalía previo pago de 1,3 millones de euros. Además, tiene otra denuncia, en el Parlamento Europeo, en la que se le acusa de ingeniería tributaria, mediante la cual habría eludido el pago de 585 millones de euros en impuestos usando sus filiales radicadas en Irlanda, Suiza y otros paraísos fiscales.

Es evidente que, por nuestro pasado y cultura, percibimos la caridad, léase donaciones, como algo beneficioso y digno de agradecer, pero convendría que fuéramos prudentes con los mil millonarios. Antes de celebrar que nos den unos pocos millones, de los muchos que tienen de sobra, deberíamos exigirles que cumplan y contribuyan a que haya una mayor Justicia social.

Milio Mariño / Artículo de Opinión 

lunes, 20 de mayo de 2019

Políticos a tanto el metro

Milio Mariño

Lucho lo que puedo por no ser ese abuelo Cebolleta que siempre anda a vueltas con sus batallitas, pero a veces me sale la vena y cuento lo bueno de mi época. Me ocurrió al día siguiente de la muerte de Rubalcaba. Hablaba con unos amigos de aquella generación de políticos, ya jubilada, que protagonizó los primeros años de la democracia y no pude por menos que recordar una serie de valores, actitudes, capacidades y formas de comportarse que, ahora, se echan en falta. Vale que pertenezco a esa generación, estuve metido en política y tal vez no sea muy objetivo, pero la sensación de que los políticos de ahora son peores que los de hace treinta años era compartida por todos los allí presentes. Los de ahora están mejor preparados, han nacido en democracia y se suponía que podían corregir los errores de aquella generación de principiantes, pero no solo no ha sido así, sino que el nivel es notablemente más bajo. Abundan los políticos mediocres, sin ideas ni valores, ni tampoco ganas de hacer otra cosa que no sea permanecer en el cargo. Además, otro dato significativo es que rehúyen toda responsabilidad y cuando surge un problema suelen decir que la culpa es de cualquiera, menos de ellos.

La explicación, al parecer, es que cada vez hay menos gente que quiera dedicarse a la política. Y eso supone que a la hora de hacer las listas no haya mucho donde elegir y los cargos se repitan o se repartan, como aquel que dice, en familia.

Me parecía desolador. Pero, preocupado por la dudosa objetividad de comparar el presente con un pasado al que uno perteneció, quise documentarme y recurrí al último estudio del Ministerio de Política Territorial correspondiente a las elecciones locales de 2015. Un estudio que me sirvió para conocer que el perfil medio del concejal español es el de un varón de entre 26 y 45 años, con estudios elementales, que repite mandato. El referido a los alcaldes viene a ser parecido, salvo que avanza un poco en cuanto a su formación y a la edad mayoritaria, que se sitúa entre los 46 y 65 años. También se apunta que, aunque el número de concejalas había crecido un 23 %, con respecto a la legislatura anterior, seguía siendo notablemente más bajo que el de concejales electos.

Sin que pretenda echar más leña al fuego, al panorama de los políticos locales hay que añadir que solo el 36% de los diputados del Congreso ha trabajado alguna vez en la empresa privada. Unos y otros, concejales y diputados, suelen hacer carrera dentro del partido, escalando, poco a poco, hasta alcanzar el deseado cargo, sin más mérito que el de granjearse el apoyo de los de arriba.

Seguro que estamos de acuerdo en que lo deseable sería otra cosa. Sería que hubiera menos políticos profesionales, pero también es cierto que a los partidos les cuesta dios y ayuda encontrar gente capaz que quiera dedicarse a la política. Personas con una formación adecuada y un empleo estable que quieran dar ese paso. Cosa que, por lo visto, no sucede. Por eso tenemos lo que tenemos. Tenemos lo que, para no ofender a nadie, se me ocurre llamarlo políticos de a tanto el metro. Es decir, de un barato que nos aleja mucho de ser gobernados por los mejores y los más capaces.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 13 de mayo de 2019

Política y gallinero


Si las elecciones de abril fueron el aperitivo estas de mayo pueden ser las del empacho. Todavía estamos en la sobremesa de aquello y ya nos ponen delante un nuevo menú con tres platos: europeas, autonómicas y municipales. Demasiado para tan poco apetito. Por eso buscamos oxigeno fuera de política. Aire fresco que nos libre de la vida y milagros de los candidatos locales y de sus increíbles promesas. Así es que buscando algún tema distinto me acordé del conflicto que surgió en Cangas de Onís por el canto de un gallo. Una disputa, aun no resuelta, en la que están implicados el director de un hotel rural, el Ayuntamiento y el dueño de un gallinero.

Todo empezó porque los huéspedes de un hotel rural se quejaron de que un gallo cantaba a altas horas de la mañana y las gallinas le hacían coro formando un guirigay que les despertaba y no les dejaba dormir. Total, que el hotel atendió la queja y cursó la correspondiente denuncia.

Por lo que supimos luego, un funcionario del Principado debió presentarse en el gallinero, por la mañana temprano, para medir los decibelios. Pero no parece que ni las gallinas ni tampoco el gallo se sintieran intimidados por la presencia del funcionario. Cantaron como de costumbre y el aparato registró un numero de decibelios superior a lo permitido. Y, entonces se formó un pequeño lio, pues algunos medios publicaron que se había decretado el cierre del gallinero, cosa que desmintió el alcalde manifestando que el departamento del Principado que lleva esos asuntos había emitido una resolución en la que se afirmaba que el gallinero excede los decibelios permitidos y que el ayuntamiento de Cangas de Onís lo único que había hecho era dar trasladado del citado expediente al dueño del gallinero para que presente alegaciones si es que lo considera oportuno.

Atendiendo a lo que dice el alcalde, imaginamos que el procedimiento es el correcto, pero menuda papeleta se le presenta al dueño del gallinero. ¿Qué alega? El exceso de decibelios no procede de un bar o una discoteca en la que se pueda bajar el volumen. Hablamos de un gallo y unas gallinas que madrugan para poner huevos y que todos nosotros, incluidos los huéspedes del hotel, podamos desayunarlos o comerlos en tortilla. No se trata de que monten una juerga, están haciendo su trabajo. Por eso estoy de acuerdo con el dueño de las gallinas quien en vez de alegar en descargo de los animales cargó contra las protestas de los huéspedes, en un video que se hizo viral. Un video en el que afirma que las siete de la mañana no es para nada, una hora intempestiva. En cambio, sí que lo es las tantas de la madrugada, cuando los del hotel están en el jardín con su música, chunda, chunda, y las gallinas se aguantan. Añadió, además, que si se viene a un pueblo para hacer turismo rural hay que asumir que los gallos cantan, que si se descuidan igual pisan una boñiga y que es posible que huela a estiércol.

El conflicto tiene su miga. Podría servir de test para estos políticos que se presentan con grandes proyectos para sus pueblos. La política local, en la práctica, supone enfrentarse y resolver este tipo de problemas. Aunque bueno, aquí lo del gallo estaría resuelto con esos serenos que proponen para Avilés.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

lunes, 6 de mayo de 2019

El viaje de vuelta

Los bandazos de Pablo Casado: primero a la derecha y ahora al centro


Un viaje es una aventura que nunca sabemos cómo puede acabar. Que se lo pregunten, si no, a Pablo Casado, que animó a los suyos a que viajaran más a la derecha y cuando creían que habían llegado les dijo que tenían que dar la vuelta y volver al centro. Una decisión inesperada que los ha dejado perdidos y volviendo a no saben dónde, pues el promotor del viaje no consigue articular un mensaje más allá de pedirles que, en dos días, desanden lo que llevaban nueve meses andando. Claro que si algo les salva es que para ese viaje no habían necesitado mucho equipaje. Apenas cuatro antiguallas que estaban prácticamente olvidadas. Fue el propio Casado quien les convenció para que las rescataran del fondo del armario, diciendo que era lo que se llevaba y lo que, sin duda, les haría triunfar. Con ese equipaje, una casete de Camela, por recomendación de Monago, y jabón del Chimbo en el neceser, habían iniciado el viaje a la tierra de Santiago Abascal. A esa España profunda donde las diferencias aún se resuelven a tiros, los mejores festejos son el Toro de Vega y la Cabra del Campanario, las mujeres aspiran a tener cinco hijos y los obispos organizan cursos para curar la homosexualidad.

Incluso Rafael Hernando, que no es sospechoso de moderación, llegó a decir que las propuestas, en ese sentido, parecían sacadas del quinto gin tonic. Pero Casado estaba tan entusiasmado, y no se yo si sobrio, que no solo las suscribía, sino que el último día de campaña llegó a ofrecerles varios ministerios a los de Vox. Ahora dice que no. Dice que Vox es la ultraderecha y Abascal un vividor que se aprovechó de las mamandurrias del PP para sobrevivir. Y no solo eso, también dice que Ciudadanos es un partido socialdemócrata que disimula haciéndose pasar por liberal.

Los viajes, ya lo decíamos antes, siempre son una aventura, pero los de vuelta suelen ser más duros que los de ida. Por eso habrá gente del PP que, aunque sea a regañadientes, estará volviendo a ese centro que, ahora, propone Casado y gente, como Cayetana Álvarez de Toledo, que se encuentra a gusto siendo muy de derechas, porque entiende que es su sitio, y no está dispuesta a desandar el camino. Gente que es consciente de que, al PP, le han dado una bofetada en las urnas, pero cree que eso no justifica que Pablo Casado, que hasta hace dos días presumía de ser la derecha sin complejos, de pronto se vuelva marxista, quiero decir de Groucho, y haga suya la célebre frase del cómico. Aquello de: "Estos son mis principios, pero si no les gustan, tengo otros". Vuelvo a ser de centro y me olvido del rearme ideológico que propuse cuando gané las primarias. El viaje que habíamos iniciado, en compañía de Aznar, ya no tiene sentido. Tenemos que cambiar el discurso y volver al marianismo.

Haría bien Pablo Casado si tuviera en cuenta aquella máxima de Quevedo de que nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y de costumbres. De todas maneras, lo más preocupante no es este viaje de vuelta al centro sino cuál será el próximo destino. A dónde propondrá Casado que viaje el PP si es que el 26 de mayo este viaje de ahora supone un nuevo fracaso.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / diario La Nueva España

lunes, 29 de abril de 2019

Hablar solos

Milio Mariño

No hablo de lo que todo el mundo hablará porque estos artículos, que aparecen los lunes, suelo escribirlos los sábados, de modo que como no soy adivino me resulta imposible hablar de las elecciones. Tiempo habrá para analizar lo que pasó y lo que pasará. Así es que este sábado, que fue jornada de reflexión, se me ocurrió reflexionar sobre lo que estoy haciendo y solemos hacer muchas veces a lo largo del día, que es hablar solos. Continuamente estamos diciéndonos cosas: desde como tenemos que actuar a darnos ánimos o reprendemos si es que hemos hecho algo mal. Pero siempre, claro está, de forma oculta. En conversaciones qué si salen a la luz, es decir si hablamos solos en voz alta y percibimos que alguien nos escucha, sentimos una vergüenza que nos apetece salir corriendo. Otra cosa es cuando hablamos por teléfono, en plena la calle, o cuando lo hacemos con los animales o con cualquier aparato de los muchos que nos rodean. Eso, que viene a ser como hablar solos, en voz alta, lo vemos como más normal y no sé por qué.

Se me ocurrió darle vueltas porque creo que nuestra relación con los animales y los aparatos, va en aumento mientras disminuye la conversación con nosotros mismos y con las personas que nos rodean. Yo, por ejemplo, cada vez hablo más con el gato. Pero es que mi mujer habla con el gato y con los electrodomésticos. Ya la sorprendí varias veces hablando con un robot aspirador, de esos que van solos por casa quitando el polvo. Le echa unas broncas tremendas. ¿No hablas tú con el ordenador? Contestó enfadada cuando se lo advertí. Tenía razón. Ahora menos, pero sí que es verdad que tengo llegado, incluso, a insultarlo. Me fastidia sentirme observado igual que cuando curioseas por unos grandes almacenes y notas que un empleado sigue tus pasos.

También es cierto que hay aparatos discretos y aparatos impertinentes. Yo jamás le dije nada a la nevera, la lavadora o el lavavajillas, sobre todo porque suelen ir a lo suyo y no acostumbran a darnos la vara.

De todas maneras, hablar solos, y voz alta, dicen que no es ningún signo de locura sino de éxito. Lo recomiendan muchos sicólogos. Y seguro que llevan razón porque hablar con uno mismo no deja de ser hablar con alguien interesante, inteligente y que nos conoce a la perfección. Ahora, lo de hacerlo en voz alta, por más que digan que ayuda a que nos sintamos mejores y nos da confianza… Tengo mis dudas. Yo seguiré hablando solo, pero, a ser posible, en voz baja. También seguiré hablando con el gato y con algunos aparatos. Sobre todo con aquellos que, aunque los riñas, no te responden. No se imaginan lo que detesto que me salude el surtidor de gasolina, confirmando que elegí súper, o que me dé las gracias la expendedora de tabaco. Detesto, todavía más, hablar con el contestador de las compañías telefónicas o con cualquier servicio de consulta o reclamación. Pienso que tiene menos sentido que hablar con el ordenador, o con la máquina que limpia el polvo. De acuerdo que, en cualquier caso, es como si habláramos solos, en voz alta, pero al menos no te tienen colgado al teléfono como un gilipollas. Así es que cuando oigo: repita alto y claro el motivo de su consulta, siempre digo: desahogarme.

Milio Mariño / Artículo de Opinión

lunes, 22 de abril de 2019

En la calle con mesa y mantel

El gran invento del lunes de Pascua


Cuando la gente se echa a la calle suele ser para protestar. Pero no siempre porque hay días, como este lunes en Avilés, que las calles son un paisaje de mesa y mantel y personas pasándolo bien. Días que rompen con la rutina y calles que lo agradecen dejándose acariciar. Será que están contentas de llamarse como se llaman, aunque tal vez no olviden que hace cuarenta años por estas fechas la nueva corporación democrática iniciaba un proceso que culminaría, tres meses después, con el abandono de los concejales de UCD del pleno del ayuntamiento en el que se aprobó el cambio de denominación de 32 calles y plazas. Protesta que se justificó, entonces, alegando que con los nuevos nombres de las calles se ponía en peligro la unidad nacional, al tiempo que se pedía a los vecinos que colgaran banderas de España en los balcones.

Como ven, aunque sean el doble de lo que dice el tango, cuarenta años son nada. Casi estamos igual. Lo único que el aire es más limpio y si te asomas a Ruiz Gómez ves el Niemeyer al fondo. Eso y que, ahora, los lunes de Pascua tenemos la comida en la calle, de modo que si el tiempo no lo impide volveré a sentir la emoción de sentarme a comer con los amigos.

Nunca se me ocurrió preguntarle a Mariví Monteserin, que fue la autora del invento, cómo le vino la idea de semejante festejo. No creo que fuera viendo alguna de esas películas americanas, ambientadas en Nueva York, en las que la gente sale corriendo para comer en la calle y volver al trabajo. Dicen los yanquis, lo leí hace poco, que lo de comer en la calle no es por falta de tiempo. Que ahora lo hacen por gusto, porque les encanta salir a la caza de los puestos callejeros y las furgonetas de comida, en Nueva York hay más de 3.000, que venden perritos calientes, pinchos morunos, pizzas y cualquier cosa que coja entre dos servilletas y pueda comerse de pie.

Es posible que los americanos sean amantes de la buena cocina, pero, desde luego, no lo son de la buena mesa. Ya ven donde comen: apoyados en una esquina, dentro del coche, sentados en las escaleras o, si tienen suerte y lo pillan, en un banco del parque. Ni punto de comparación con la dignidad que supone comer en la calle con mesa y mantel. Algo que aquí nació para ser festejo y fue creciendo a pesar de las críticas que vaticinaban un estrepitoso fracaso. El argumento de los detractores no lo recuerdo. Quizá vieran en ello una vulgaridad o estuvieran influidos por el antecedente de que no era de buena educación comer en la calle. Las normas de urbanidad no lo admitían, de ahí que los manuales de buena conducta llegaron a plantearse si procedía, o no, desear buen provecho a quienes tuvieran el mal gusto de comer en la calle. Saludo que estaba reservado para quienes comían en lugares cerrados.

La realidad es que hoy en día, ya sea en sitio cerrado o abierto, casi se ha perdido la costumbre de decir buen provecho. Tal vez la gente lo piense y lo deje dentro por pereza. Así es que, para que no se diga, yo lo digo y lo deseo con todas mis fuerzas a todos los avilesinos.

Milio Mariño / artículo de Opinión / Diario La Nueva España