lunes, 18 de febrero de 2019

Los insultos arruinan la política

Milio Mariño

Sé que es fácil recurrir a la nostalgia, pero, tal como están las cosas, pienso que merece la pena echar la vista atrás y recordar aquellos tiempos en los que nuestros políticos alcanzaban acuerdos sustancialmente más difíciles y en condiciones mucho más precarias de las que pueden darse ahora. Por eso que no pude resistir la tentación de comparar aquella época con esta y preguntarme si, con los líderes actuales, la Transición hubiera sido posible.

Creo, sinceramente, que no. Y lo creo porque de un tiempo a esta parte, y más en los últimos días, ha quedado de manifiesto que la buena educación no está entre los valores de algunos políticos. El comportamiento grosero, el uso prolijo del insulto y la agresividad son cada vez más comunes en las declaraciones y los discursos. Para muestra, ahí tenemos al líder del PP, Pablo Casado, que en una sola rueda de prensa se despachó con nada menos que veintiún insultos contra Pedro Sánchez. Una forma de comportarse que no parece la más adecuada en una persona que aspira a ser presidente del Gobierno.

Pero es lo que hay. El tremendismo, la exageración verbal y la crispación con la que Casado y Rivera se expresan en cada una de sus intervenciones públicas demuestran su incapacidad para el debate sensato y desplazan el juego de la política hacia un terreno de confrontación en el que predomina la intolerancia y la falta de respeto por todo lo que no sean sus propias ideas. Y así, ni se resuelven los problemas, ni el país puede avanzar ni vamos a ningún lado. La oratoria barata, el insulto y la demagogia, lo único que consiguen son reacciones viscerales y negativas, precisamente las menos deseables y las que menos nos convienen en un momento crucial como el que atraviesa España.

Cabría preguntarse, entonces, qué está pasando. Como es que algunos políticos, en lugar de propiciar un ambiente de respeto, están alimentando la dinámica del insulto, la afrenta y la descalificación de todos los que no sean de su misma cuerda.

Ellos sabrán por qué lo hacen, pero a lo mejor es que piensan que los discursos incendiarios, y las palabras cargadas de odio, son rentables desde el punto de vista electoral y ayudan a ganar elecciones. Si fuera eso, una gran mayoría de españoles quedaríamos en muy mal lugar, pero solo así se explica que cuando creíamos superado el síndrome de las dos Españas, algunos hayan vuelto con algo tan trasnochado como los rojos y los azules. Con un planteamiento que parece de revancha, más que de mirar al futuro. Algo que mientras a unos nos provoca una tremenda tristeza a otros parece que les divierte y se apresuran a quitarle importancia con la disculpa de que es el juego de siempre y que, si llegan a gobernar, se impondrá el pragmatismo y no harán lo que dijeron en campaña.

No me parece que estemos para esos juegos. Lo hagan o no lo hagan, esa forma de entender la política, eso de inventarse un enemigo y culparlo de todos los males, dinamita algo tan imprescindible como el ejercicio de la democracia, pues parte de la premisa de que llegar al consenso sería un fracaso.

Dirán que soy pesimista, pero son tantas las mentiras, las descalificaciones y los insultos que nunca lo vi tan negro. Creo que estamos peor que hace cuarenta años.

Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

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