Cuando subí a bordo de la pequeña
lancha que da paseos por la Ría de Avilés sentí la emoción de un susurro y me
acordé de mi abuelo Julio. El jueves hará 110 años, el 3 de agosto de 1913, que
era domingo, mi abuelo llegó a Nueva York, procedente de Liverpool, según consta
en la lista de pasajeros del transatlántico británico RMS Baltic.
Sabía que mi abuelo había ido a
América con el propósito de hacer fortuna, pero los detalles, documentados, de cómo
y cuándo los conseguí hace poco por una casualidad de la vida.
Excuso decirles que mi abuelo, de
fortuna, nada de nada. Volvió de allí con lo puesto como tantos otros. Ojala
hubiera vuelto convertido en un indiano rico, pero volvió igual de pobre y el
único valor reconocido fue el de cruzar el Atlántico y plantarse en Nueva York
con poco más de veinte años.
Si me preguntan como es que relaciono
la peripecia de mi abuelo con el paseo en lancha por la Ría de Avilés, no lo
sé. La vida está hecha de esos momentos en los que el pasado, que parecía
perdido, resucita sin que sepamos cómo y aparece ante nosotros para demostrar
que nada muere definitivamente, que todo está ahí guardado, esperando una
emoción que lo haga revivir de nuevo.
Es muy probable que recordara a
mi abuelo porque, según algunas leyendas, el mar es donde va a parar todo lo
que hemos perdido. Todo acaba y cabe en la profundidad de sus abismos y todo lo
devuelve purificado, obrando una especie de milagro que nunca nadie ha logrado
descifrar.
Hay quien apunta que nuestra
querencia por el mar es genética y que es por eso que nos atrae y siempre
queremos volver. No faltan, tampoco, quienes dicen que la contemplación del mar
supone la contemplación de uno mismo. Que el mar es como un espejo que devuelve el reflejo de
nuestra verdadera identidad.
Baudelaire se refería al mar como
la metáfora de nuestra soledad. Jorge Manrique lo relaciona con la muerte y
Joseph Conrad dejó escrito que el deseo y la fascinación de compartir con el
mar su inmensidad nos permite estar lo más cerca posible del otro mundo.
Suscribo todo lo dicho porque mientras
viajaba en aquella lancha recordando que mi abuelo había atravesado el Atlántico,
hace ahora 110 años, la lancha llegó a la altura de San Balandrán, una pequeña playa
que había en mitad de la ría de Avilés y la hicieron desaparecer para mejorar
el acceso al puerto.
Acaso porque desde el mar todo lo
vemos distinto, me pareció que la playa volvía a estar donde yo la había visto
de niño. Algo, por otra parte, posible porque San Balandrán era una isla
prodigio que aparecía y desaparecía como una ballena medio dormida que se
sumerge y emerge a capricho. Una isla a la que arribó, allá por el siglo VI, el
santo irlandés Balandrán, que navegaba por el Atlántico en busca del paraíso. Y,
aunque el santo afirmó que lo había encontrado y gustó muy gozoso de aquel paraje
maravilloso, no le fue concedido, por misterioso secreto, quedarse a vivir allí.
De modo que tuvo que regresar a Irlanda, donde murió después de referir tan
extraordinaria aventura. Aventura, la suya, que también contaría mi abuelo,
aunque no tuve la suerte de oírsela contar porque no llegué a conocerlo.
Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España
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ResponderEliminarMuy bueno Milio
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