Milio Mariño
Si al César hay que darle lo suyo, a Mariví Monteserín debemos darle las gracias por haber inventado la comida en la calle. Un magnifico festejo, lo mejor de las Fiestas del Bollo, al que solo le faltan dos cosas para ser perfecto: que no llueva nunca y poder echar una siesta, in situ, después del condumio.
Todo se andará. El festejo se inició, hace 23 años, con más críticas que alabanzas pero logró pasar de 2.880 comensales, en su primera edición, a más de 14.900, que son los inscritos para este Lunes de Pascua, así que cualquier cosa es posible.
Pocos apostaban por tanto éxito. Un servidor el primero. Y eso que el 12 de abril de 1993, estaba a dos pasos de la sala del parto. Estaba en la esquina del Ferrera, frente a los caños de San Francisco. No hacía muy bueno. Amenazaba lluvia y me pareció intuir que los arcos del Ayuntamiento dibujaban la curva exacta de unas cejas asombradas que contemplaban lo que no habían visto nunca. Mesas con mantel, en El Parche, esperando por tortillas, filetes, ensaladilla, embutidos, empanadas y todo lo que iría llegando de los hogares sin descartar, por supuesto, algún capricho exquisito encargado en el bar de confianza.
Desde aquel día, haga sol, llueva o sople ese nordeste que afeita como una lija del siete, la comida en la calle comienza en torno a las dos de la tarde, pero antes de esa hora ya se palpa el desasosiego del hambre canina. Ya se nota la prisa que tienen algunos por ver si llegan los familiares y amigos para que cuadre el recuento y pueda iniciarse el rito.
Al final, todos llegan. Incluso los que no habían sido invitados, como algún gorrión sorprendido, alguna paloma que abusará de su buena fama para dar la tabarra y tal vez un pelotón de hormigas que olieron el bollo a distancia y confían en que llegarán a tiempo para aprovecharse de las migajas. Todos acabarán llegando y se sentarán a la mesa como quien se sitúa al borde de un rio del que desconoce en qué sentido va la corriente. Y empezarán a comer, entre risas, conscientes de que disfrutar de la comida en la calle es bueno, no engorda y divierte. Sobre todo porque, en este caso, lo de sentarse a comer es más lúdico que gastronómico. Importa más la fecha, el lugar y la compañía, que lo que se come.
Contando con eso, con que el menú no es lo más importante, lo que se come en la calle, el Lunes de Pascua, no tiene nada que ver con el “street food” del que todo el mundo habla y está tan de moda en otras latitudes. Aquí, cuando hablamos de comer en la calle, la cosa va en serio. Hablamos de comer de verdad, no de una furgoneta donde preparan un perrito caliente, un trozo de pizza o un pincho moruno, para que la gente lo coma de prisa y de pie o mientras pasea.
Conviene aclararlo porque por ahí abajo no se imaginan cinco kilómetros de mesa y mantel, 15.000 comensales y una ciudad que supera el concepto de hospitalidad y ofrece lo que ninguna otra: su instinto marsupial para acoger a todo el que venga, ya sea a comer o a mirar como comen los demás.
Si al César hay que darle lo suyo, a Mariví Monteserín debemos darle las gracias por haber inventado la comida en la calle. Un magnifico festejo, lo mejor de las Fiestas del Bollo, al que solo le faltan dos cosas para ser perfecto: que no llueva nunca y poder echar una siesta, in situ, después del condumio.
Todo se andará. El festejo se inició, hace 23 años, con más críticas que alabanzas pero logró pasar de 2.880 comensales, en su primera edición, a más de 14.900, que son los inscritos para este Lunes de Pascua, así que cualquier cosa es posible.
Pocos apostaban por tanto éxito. Un servidor el primero. Y eso que el 12 de abril de 1993, estaba a dos pasos de la sala del parto. Estaba en la esquina del Ferrera, frente a los caños de San Francisco. No hacía muy bueno. Amenazaba lluvia y me pareció intuir que los arcos del Ayuntamiento dibujaban la curva exacta de unas cejas asombradas que contemplaban lo que no habían visto nunca. Mesas con mantel, en El Parche, esperando por tortillas, filetes, ensaladilla, embutidos, empanadas y todo lo que iría llegando de los hogares sin descartar, por supuesto, algún capricho exquisito encargado en el bar de confianza.
Desde aquel día, haga sol, llueva o sople ese nordeste que afeita como una lija del siete, la comida en la calle comienza en torno a las dos de la tarde, pero antes de esa hora ya se palpa el desasosiego del hambre canina. Ya se nota la prisa que tienen algunos por ver si llegan los familiares y amigos para que cuadre el recuento y pueda iniciarse el rito.
Al final, todos llegan. Incluso los que no habían sido invitados, como algún gorrión sorprendido, alguna paloma que abusará de su buena fama para dar la tabarra y tal vez un pelotón de hormigas que olieron el bollo a distancia y confían en que llegarán a tiempo para aprovecharse de las migajas. Todos acabarán llegando y se sentarán a la mesa como quien se sitúa al borde de un rio del que desconoce en qué sentido va la corriente. Y empezarán a comer, entre risas, conscientes de que disfrutar de la comida en la calle es bueno, no engorda y divierte. Sobre todo porque, en este caso, lo de sentarse a comer es más lúdico que gastronómico. Importa más la fecha, el lugar y la compañía, que lo que se come.
Contando con eso, con que el menú no es lo más importante, lo que se come en la calle, el Lunes de Pascua, no tiene nada que ver con el “street food” del que todo el mundo habla y está tan de moda en otras latitudes. Aquí, cuando hablamos de comer en la calle, la cosa va en serio. Hablamos de comer de verdad, no de una furgoneta donde preparan un perrito caliente, un trozo de pizza o un pincho moruno, para que la gente lo coma de prisa y de pie o mientras pasea.
Conviene aclararlo porque por ahí abajo no se imaginan cinco kilómetros de mesa y mantel, 15.000 comensales y una ciudad que supera el concepto de hospitalidad y ofrece lo que ninguna otra: su instinto marsupial para acoger a todo el que venga, ya sea a comer o a mirar como comen los demás.
Milio Mariño / Artículo de Opinión/ Diario La Nueva España
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