lunes, 24 de diciembre de 2018

La felicidad como derecho

Milio Mariño


Lo dice el villancico y coincide que es verdad. Hoy es Nochebuena y mañana Navidad. Días en los que la alegría se convierte en un deber moral. Un deber que nos obliga a desterrar cualquier atisbo de mal humor y sustituirlo por el entusiasmo de la felicidad. De modo que eso intentaremos hacer este lunes que, como todos los demás, nos asomamos a las páginas del periódico para ofrecerles un comentario sobre cualquier tema de actualidad. Aunque, claro, sería imperdonable que, precisamente, hoy abordáramos un asunto que estuviera relacionado con las tragedias y las desdichas que forman parte de la vida. Hoy no toca eso. Hoy es un día para estar alegres y disfrutar.

La cuestión es que estar alegres no resulta fácil y ser felices menos aún. Sobre todo, si tenemos en cuenta que vivimos en un país en el que ni la religión ni el poder están por la labor. Ahora quizá cueste entenderlo, pero los que ya tenemos una edad tuvimos una infancia y una juventud en la que no parábamos de oír que a esta vida se viene a sufrir. Nuestros mayores lo repetían con machacona insistencia, convencidos de que era así. La vida era entendida, entonces, como una especie de purgatorio. Todo estaba planteado de forma que creyéramos, y aceptáramos, que teníamos que pagar un tributo por aquello que pudiera darnos satisfacción y ya no digamos por la felicidad.

Con el tiempo, la influencia y el peso de la religión fueron a menos, pero la creencia, en el fondo, se mantuvo. Vivimos en una sociedad en la que todo está tasado, y tiene un precio, de modo que es normal que pensemos que nuestras emociones y sentimientos también lo tienen y nadie puede ser feliz, así porque sí. Es decir que, si queremos ser felices, algo tendremos que pagar porque gratis no hay nada.

Bajo esa lógica, la conclusión a la que, siempre, acabamos llegando es que la felicidad por sí sola no puede darse. Que, de alguna forma, debemos pagar para asegurarnos el disfrute de los momentos felices. Una creencia tan arraigada que llegamos, incluso, a pensar que sería irresponsable andar por la vida deseando ser felices, sin antes pagar por ello.

No estoy de acuerdo. Creo que la felicidad no deberíamos entenderla como un premio sino como un derecho. Un derecho que nos pertenece y habría que situarlo a la misma altura que la libertad y la vida. Aunque no sirva de mucho, así lo recoge la ONU, en las resoluciones 65/309 del 2011 y 66/281 del 2012, en las que apunta la relevancia de la felicidad como aspiración universal del ser humano y señala la importancia de su inclusión en las políticas de los gobiernos. Es más, hay algunos países como Japón, Corea del Sur y Brasil que incluyen la felicidad como un derecho constitucional. 

Menudos ejemplos, dirán ustedes. Pues sí, esos países no son precisamente un modelo de bienestar, pero es que aquí parece que ese derecho sé les olvidó a los padres de la actual Constitución y todo apunta a que también se les va a olvidar a quienes pretenden reformarla. Así es que hoy, que precisamente es Nochebuena, reivindicamos el derecho a ser felices sin pagar nada a cambio. La felicidad no tiene precio. Y, en todo caso, en caso de que lo tenga, que la tarifa la ponga uno mismo.


Milio Mariño / Artículo de Opinión / Diario La Nueva España

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